Desde su tránsito como guerrillero del extinto M-19 hasta convertirse en presidente de Colombia, Gustavo Petro Urrego ha sido un fenómeno político que no deja indiferente a nadie. Su paso por el Congreso, marcado por encendidos debates, destapó las más obscenas alianzas entre políticos, militares y gremios económicos con el paramilitarismo, en lo que se conoció como la parapolítica. Aquellos momentos lo catapultaron como un combatiente incansable, defensor de las víctimas del conflicto armado, enemigo declarado de la corrupción y portavoz de una justicia social que resonó en los sectores más vulnerables del país.
Petro no es un agitador cualquiera. Es un político curtido, conocedor profundo de las entrañas del poder colombiano. Desde sus días como personero y concejal de Zipaquirá, pasando por su rol como congresista y alcalde mayor de Bogotá, hasta llegar a la Casa de Nariño, ha demostrado que entiende como pocos la dinámica de la nación. Su trayectoria no es improvisada: es el resultado de años de lucha, estrategia y convicción.
Claro está, su vida pública no ha estado exenta de controversias. Muchos califican su gestión como alcalde de Bogotá como un fracaso. Sin embargo, Petro ha demostrado ser un gladiador político: sabe trepar por las ramas del poder y asestar golpes certeros a sus adversarios. Su discurso, cargado de reivindicaciones sociales, ha conquistado a diversos sectores, especialmente a los jóvenes. Aunque no haya cumplido todas sus promesas, sigue contando con su respaldo.
Hoy, el fenómeno Petro tiene a la derecha colombiana temblando. Lo ven como el mayor desafío de cara a las elecciones de 2026. En su desesperación, la oposición ha recurrido a todo tipo de artimañas para desacreditarlo: desde alcaldes y gremios que viajan a Estados Unidos en busca del favor de Donald Trump, hasta intentos de desestabilización como el que habría promovido su excanciller Álvaro Leyva. Todo con el objetivo de derribar al primer gobierno progresista en la historia de Colombia.
Petro genera inquietudes, sí, pero también esperanzas. Ha defendido la causa palestina frente al genocidio israelí, ha criticado la militarización estadounidense en el Caribe sur y ha mantenido una postura ambigua frente al régimen de Nicolás Maduro: no lo ha reconocido como presidente, pero ha firmado acuerdos económicos y propuesto una articulación militar binacional para combatir el narcotráfico. Esto le ha valido acusaciones de ser aliado del chavismo, combustible que la oposición usa para restarle votos a él o a quien respalde en 2026.
Petro es, para muchos, un mesías político. Su irrupción ha revivido a los dinosaurios de la política tradicional, que ahora buscan tejer alianzas entre los mismos sectores que históricamente han saqueado la nación. Reuniones entre César Gaviria y Álvaro Uribe Vélez, entre Germán Vargas Lleras y el expresidente, y el desfile de candidatos impopulares que acuden a la finca de Uribe en busca de su bendición, se alimentan de la esperanza en el polvo que levantan las crocs del exmandatario. Esa imagen, tan simbólica como literal, muestra el nivel de desesperación que ha provocado Petro en la derecha colombiana, justo en el tramo final de su mandato.
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