"Pasé 6 horas en una sala de emergencias"

"Pasé 6 horas en una sala de emergencias"

¿Cómo se viven las urgencias en las clínicas colombianas ?

Por: Beatriz Vanegas Athías
octubre 28, 2014
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elpais.com

Desde Bogotá (allá donde parece que están los únicos sabios que nombran la vida) ya se está hablando de posconflicto; ya se está hablando del dinero necesario para resarcir a las víctimas. Pero en el país más allá de Bogotá, ocurre una guerra que mata más que la guerrilla, el estado y los paramilitares. Tal vez porque es una consecuencia de la guerra que ellos han provocado no por ideales de un mejor país, como la mayoría de los colombianos creen. Se trata de una guerra por la tierra y por el poder del narcotráfico: avanzadas estas plausibles en un sistema neoliberal que desconoce la individualidad del ser.

Ya se está hablando de posconflicto y en las salas de urgencias de EPS como Saludcoop y Coomeva se mata al mejor estilo de la gota a gota. Al mejor estilo de la guerrilla secuestradora y del paramilitarismo masacrador.
Hace diez días acompañé a una amiga que en apariencia padecía dengue. Llegamos a las nueve de la mañana. En la sala de urgencias había alrededor de sesenta personas que, a las doce del día se habían duplicado. La Colombia de todos los pelambres (menos el estrato 25 y medio) estaba allí reunida aguardando impasible que dos consultorios médicos la atendiera para recetar los mismos medicamentos y los mismos exámenes para diferentes dolencias. A nuestro lado, un padre cargaba a su hijo de seis años que temblaba de fiebre; su única manera de frenar el embate de la enfermedad era empapar dos trapitos con agua fría de una bolsa y ponerlos sobre la frente y el estómago del hijo. Allí, en un silencio desesperante, vimos como el niño sudó la fiebre, luego cómo se volvió a enardecer y vuelta a sudar y así hasta que transcurrieron cinco horas y aún no llegaba su turno.

De repente, aquella sala entró en un limbo y sentí que todos éramos personajes de Los muertos vivientes. Caminábamos sin rumbo, la cabeza elevada hacia el único televisor que transmitía noticieros y telenovelas. Todo se detuvo: sólo un consultorio se abría y el segundo hacía más de dos horas permanecía clausurado. De pronto, se abrió una puerta y una maltrecha mujer le preguntó al médico sobre su turno; el hombre, sin mirarla pidió el nombre a la mujer y le respondió que faltaban tres turnos para que fuera atendida. Entonces ella le gritó: “Mire médico, eso me dijo hace dos horas. Yo trabajo en tres sitios y en cada una me vacunan para darle de tragar a usted, así que me atiende o armo un lío aquí”.

Desesperada, pregunté por el Coordinador o Director de aquella clínica y hasta el octavo piso subí. Encontré a un hombre joven embebido en su teléfono inteligente, encumbrado en su panóptico prometió con todo su histrionismo que de inmediato ordenaría al otro médico que volviera a su turno. Abajo, todo continuaba igual, seres más enfermos de desesperanza que de un mal específico; secretarias escribiendo hasta el cansancio en computadores al servicio quién sabe de quién. Mi amiga, casi desgonzada, (sin dengue) recibió la consabida receta; tres inyecciones que calmarían los síntomas, pero no la enfermedad y una incapacidad que le permitiría descansar y curar lo que estos sistemas de salud terroristas no tienen la menor intención de sanar. A las seis de la tarde salimos de aquel infierno. En la noche el noticiero cacareaba sobre el posconflicto y la paz venidera ¿Cuál posconflicto, cuál paz?

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