Pasajeros
Opinión

Pasajeros

El pasajero no conoce la calma, carga maletas, se indigesta con las multitudes, comparte baños, asientos, sillas. Los viajes son para el pasajero su sangre esencial

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junio 24, 2017
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Buena parte de nuestras cortas vidas las pasamos varados en pocos puntos que nos dan las referencias exactas de lo que somos: seres vivos sitiados por un territorio y por la fuerza de la costumbre, de la cultura y del poder de los mitos construidos a lo largo de la humanidad.

La vieja e intrépida vida de nómadas felices fue reemplazada por la comodidad, el aburrimiento y la seguridad del sedentarismo.

Cada vez que estoy en una terminal área, terrestre o fluvial, mi memoria de Neanderthal o de Cromañón se activa y siento la vieja emoción de moverme de un lugar a otro, respondiendo a un maravilloso instintito reptiliano de movernos o perecer; de sentir el cambio en el paisaje, de oler las nubes con la mirada desde la ventanilla del avión o de tocar el pasto y los raudos paisajes desde cualquier vehículo en movimiento.

Es el asombro con lo que no se conoce o se quiere volver a reconocer lo que nos motiva a ser unos simples pasajeros de la vida.

El pasajero no conoce la calma. Se desespera con los horarios, con los incumplimientos de itinerarios, con la demora en el servicio, con todo lo que huela a conspiración para hacerlo infeliz, mientras calcula los kilómetros que lo separan de su próximo reto a devorar.

 

En esta vida y en las otras,
el viaje inicia con un llanto profanador
y termina el camino con un silencio irreconciliable.

 

El pasajero carga maletas, bolsos, menajes y demás abalorios que considera son su tesoro de nómada instantáneo y que bien vale la pena llevar como cangrejo ermitaño sobre el cruel pavimento gris.

El pasajero se indigesta con las multitudes, pero ni así, renuncia a los tumultos y a las congestiones de esos días donde todo el mundo se contagia de la imprescindible necesidad de moverse; de ir a un lado u otro, en busca de lo extraviado por la barrera de las distancias.

El pasajero comparte baños decentes unos, malolientes otros, humores, asientos, sillas, asignaciones, esencias y pudores con quien le toca; no tiene el escaso privilegio de escoger compañías, una especie de lotería de sentaderas le surte por azar un código para que repose sus pertenencias glúteas por un rato largo o corto, según la condición del viaje.

A estas horas, mientras leemos estas palabras, millones de nómadas del instante se mueven sobre el planeta como hormigas complejas y pasajeras: igual que ellas, cargamos la hoja de la provisión en equipajes variopintos y complejos.

Los viajes son para el pasajero su sangre esencial. Lo acompaña el viento que refresca la cara del nómada instantáneo en que se convierte por trayectos finitos y precoces. Entre paradas, descansos y demoras, recrea su mundo prestado a la distancia; afanes por llegar al destino, afanes por no llegar a la realidad que le espera y angustias cuando no se tiene idea de cuál de los dos anteriores afanes es el que lo domina.

Los pasajeros (en plural) son legiones de cuerpos en movimientos intermitentes, son porosidades que la geografía del planeta produce para respirar en cada ruta, en cada esperanza de partida y espera. Dos caras de una misma moneda: la libertad del pasajero para asir su destino predecible por una jornada de recorridos en cualquier modo de espacio y tiempo.

Todos en cierta forma somos pasajeros. En esta vida y en las otras, el viaje inicia con un llanto profanador y termina el camino con un silencio irreconciliable.

Coda: jamás el pasajero virtual de estos días de paisajes digitales podrá reemplazar el pálpito y la emoción de emprender un viaje a cualquier destino; honor y privilegio que experimenta quien se siente atrapado por el inexorable tránsito hacia la distancia que media entre el estar y el quizá de una realidad inventada propiamente por otros

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