No es lo mismo unos perritos callejeros que unos 'hot dogs' bien cabrones

No es lo mismo unos perritos callejeros que unos 'hot dogs' bien cabrones

El espectáculo sobre J Balvin lleva a una pregunta: ¿es peligroso el poder hegemónico y su capacidad de producir lo que aceptamos como válido, justo y deseable?

Por: Iván Darío Molina
octubre 06, 2021
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No es lo mismo unos perritos callejeros que unos 'hot dogs' bien cabrones

El fastuoso espectáculo mediático que conforman las redes sociales, los medios de comunicación y la industria del entretenimiento hace que nuestros filtros críticos se inactiven, que seamos incapaces de valorar adecuadamente lo estético, lo ético y lo político. Padecemos un profundo embotamiento. No advertimos que lo último asume la forma de lo primero, no somos conscientes de que parte de nuestras elecciones están lejos de ser fruto de la reflexión propia frente al mundo, y que por el contrario, es el mundo el que define las imágenes de lo que queremos ser, decir, sentir y consumir. Residente parece saberlo, está algo menos embotado, pues parte de su éxito en la industria radica en su crítica a la industria. También sabe que, cuando hablamos de perritos callejeros no solo hablamos de comidas rápidas, sino principalmente de hegemonía, del consumo de una cultura servil al poder.

La hegemonía en cuanto forma de dominación tiene que ver con los diferentes discursos que asume el poder y con las instancias en las que se reproduce. En principio, la hegemonía implica un cierto acuerdo voluntario de quienes aceptan ser gobernados con base en principios, reglas y leyes que responden a sus mejores intereses. Si bien en un primer nivel el poder hegemónico parece estructurarse de manera voluntaria en la forma del contrato (social), el proceso histórico en su conjunto revela que las promesas a partir de las que se suscribe dicho contrato están vacías, que los objetivos que pretende perseguir solo se garantizan para las élites, y que la libertad, la igualdad y la fraternidad como pilares que configuran el mito liberal se resisten a colapsar frente a la fuerza de la dialéctica histórica: millones pasan hambre y necesidad, la igualdad es solo formal ante la ley pero no material frente a la existencia, y que el egoísmo, ahora deificado, impulsa la frenética carrera narcisista del hombre hacía el abismo del consumo, la depresión y la indiferencia.

Aunque los hechos señalen su estrepitoso fracaso, el éxito de la dinámica hegemónica radica en su habilidad de hacer creer que el sistema al que sirve, funciona. Dicho de otro modo, “su talento es el de no tener talento y hacer creer que lo tiene”, como dice Residente, de modo que la hegemonía por medio de sus diferentes formas de discurso tiene la capacidad de estructurar el consenso social, de definir el marco de reflexión moral y el alcance del significado de lo político, de lo justo, de lo bueno, de lo deseable, pero sobre todo de hacernos creer que el sistema funciona bien, tanto como J Balvin es capaz de hacer arte. La hegemonía así deriva en la interiorización pasiva de un sistema de dominación que asimila la posibilidad de ser feliz en cuanto libre para el consumo (incluso de perritos callejeros), suprimiendo la autonomía, estructurando la desestructuración, y disolviendo todo lo sólido en el aire a cambio de emociones líquidas, relaciones sociales líquidas, una música, una cultura, y una cultura política líquidas, sostenidas todas ellas en estructuras de poder rígidas e inaccesibles para las mayorías, reservadas solo para quienes detentan una abundancia que se multiplica en la reproducción de la vaciedad.

Jhon Milton, en el Comus, cumple el sino divino del poeta: denunciar en versos la obviedad, al decir:

Si todo hombre justo que ahora suspira de necesidad

Tuviera parte ni que fuera moderada y justa

de aquello con lo que el lujo lascivamente mimado

colma a algunos con grosero exceso,

la naturaleza tendría repartida la plenitud de sus dones

en equilibrada y precisa proporción...

Toda afirmación u acción contraria a lo descrito por Milton resulta a priori contra intuitiva. Sin embargo, es justo eso lo que la hegemonía interiorizada, y su carga ideológica reproducida nos hace legitimar. La construcción social de lo deseable de acuerdo con los intereses hegemónicos  y sus discursos se conforma en diferentes instancias: en el sermón y la doctrina de la iglesia que estructura el orden moral, en el púlpito de las redes sociales que definen los estándares de belleza y de éxito, en el altar de los medios masivos de comunicación que objetivan nuestro deseo con su propaganda; estructura hegemónica que pasiva y plácidamente aprobamos y reproducimos mientras nos vemos sanos y conformes en el espejo como solía hacerlo Dorian Gray, perplejos ante la belleza exterior mientras el espíritu se carcome, hiede y se envejece. Intuimos la putrefacción. Pero el sistema nos hace felices y capaces de explicar la necesidad como resultado del deseo, pues “el pobre es pobre porque quiere”, sistema que nos hace sentir admiración por el grosero exceso, de condenar la medida justa y moderada pues la lascivia de la opulencia se asemeja al talento, así como se cree, que las marcas que se visten, las imágenes de lo que se come, los dispositivos que se usan, la música que se oye y los espectáculos que se ven, son síntomas inequívocos de éxito e inteligencia.

De la misma manera, esta estructura hegemónica nos hace normalizar la opresión y la injusticia, aceptar como parte del paisaje la violencia y la corrupción, en gran medida, porque el deseo de consumo ha suplantado la ética de lo justo, erigiéndose a su vez como paradigma de la realización humana. Por eso afirma el poeta: “Amigo, ¿dime cuanto tienes cuanto vales? Principio de la actual filosofía”. Siguiendo este camino, somos capaces incluso de legitimar una dictadura mientras se garantice el acceso al oasis de libertad que es hoy el centro comercial, ese lugar donde el orden hegemónico reproduce y celebra su éxito sobre el fracaso de nuestro deseo. Fracaso mismo que nos hace hoy incapaces de distinguir entre artistas que son productos y seres humanos capaces de hacer arte, entre el consumo que satisface el apetito del capital y el placer propio de una experiencia humana plena, nacida en el ocio como artífice de lo bello, propia del ámbito de lo inútil, donde florecen el arte y lo sublime.

Ya Nietzsche solía advertir que la humanidad caminaba decadente hacía el abismo nihilista, ya Platón advertía que una sociedad regida por sus apetitos conduciría a un estado de cerdos que se revuelcan en sus pasiones. Ya vemos hoy, como nadie puede distinguir entre perritos callejeros y hot dogs bien cabrones gracias a una estructura hegemónica capaz de hacernos confundir entre la comida para el cuerpo y la salud del espíritu. Misma dinámica hegemónica cuya estructura fue capaz de lograr que el pueblo alemán se rindiera ante la ignominia del Holocausto, naturalizando la dominación, normalizando la xenofobia, reproduciendo la ideología, interiorizando su credo, convenciéndolos de que en las cámaras de gas no se asfixiaban seres humanos, sino animales.

Sí, lo peligroso del poder hegemónico y sus formas estriba en su capacidad de producir la propia realidad, en su capacidad de producir lo que aceptamos como válido, como justo y deseable, así se trate de crímenes abominables. Sí, cuidado con lo que se tiene por verdad, pues es la verdad un producto de la hegemonía. Sí, cuidado con lo que se consume y se desea. La historia nos lo advierte y lo anticipa: Nihil novum sub sole se pregonaba en Roma. Todo es vanidad, vanidad de vanidades siempre serviles al poder.

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