"Mañe, te pasaste de anastesia": crónicas de nuestro pueblo

"Mañe, te pasaste de anastesia": crónicas de nuestro pueblo

Relatos de la Colombia profunda

Por: RICARDO MEZAMELL
mayo 24, 2021
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Foto: Pixabay

Aunque las almojábanas que hacía la señora María Porreta eran las más sabrosas, y por eso la fama que tenían de ser las mejores del barrio y hasta del pueblo, tanto en las vacaciones de mitad como en las de final de año me privaba del placer de degustarlas debido a que por acostarme pasadas las diez de la noche me levantaba después que sus voceadores pasaban por el frente de donde estaba ubicada mi residencia.

Al no ser aconsejable ir a comprarlas directamente a su casa, por el riesgo de exponerme a ser atropellado por un vehículo pesado al atravesar la carretera principal de doble vía que me separaba de ella, me tocaba conformarme con las horneadas por la señora Blanca, quien vivía bajando por la loma de la Clínica Magdalena, en la calle de atrás de la casa de Victoriana y Josefa Bossio.

Victoriana y Josefa eran conocidas como “las ciclón”, porque cuando peleaban por cualquier pendejada con los vecinos, o con los vendedores callejeros de vitualla —yuca, plátanos, pescado, frutas y verduras—, alborotaban con gran algarabía el sector al punto que nadie se atrevía siquiera asomarse a la ventana —como solía ocurrir en esa época—, para evitar la desventura de ser cogido en medio de sus peloteras.

A Nando, el esposo de Josefa, le decían “Remolino Chupa Mancha”; se dedicaba a oficios varios, entre ellos, la de pintor de brocha gorda. Cuando lo contrataban para pintar una casa, había prácticamente que desocuparla, porque de no hacerlo, los muebles, las camas, los roperos y hasta camisas colgadas en ganchos detrás de las puertas, terminaban pintadas.

Me levantaba tarde por pasar jugando en las noches parqués en el pretil de la casa de la niña Ana, con su hijo Lipson, con Esther y Nurys, las hijas de Miguel, también conocido como Puntilla, quienes vivían con su abuelo, don Pedro Severiche, en la casa de al lado, en dirección a la Ciénaga de Arranca Tronco.

Miguel “Puntillas” Severiche era un hombre alcohólico, no trabajaba, andaba andrajoso, y con el cuento que lo habían atracado y necesitaba reunir lo del pasaje para Sincelejo, pedía plata en el Parque Las Américas para comprar la botella de ñeque o chirrinchi —bebida artesanal fermentada a base de caña de azúcar o panela—. Todas las mañanas, de lunes a viernes, con una cacerola de aluminio se la velaba a la niña Ana para que le diera la leche para acompañar el desayuno. Ella, caracterizada por su generosidad, conociendo las afugias económicas de esa familia, le regalaba dos cucharones del preciado líquido y le encimaba dos huevos y tres panes.

Los sábados y los domingos a Puntilla le iba mejor, por cuanto él con su cacerola se sentaba en el pretil y esperaba cuando Lipson relevara a su madre en su trabajo. Apenas lo veía encargarse de dicha tarea, se ponía de pie e iba a pedirle la leche, entonces aquel le doblaba la cantidad diaria de la ración alimenticia, no sé si por compasión heredada de su progenitora o porque le gustaba Esther, la hija mayor de aquel.

Cincuenta años después, pocos días antes de morir por los estragos que le produjo la infección de la COVID-19, Lipson me contó que Esther se fue a trabajar como cajera en un reconocido supermercado de Barranquilla, donde la conoció y se casó con ella un potentado traqueto, quien, además de proporcionarle una vida de abundancia y lujos, la inició en el mundo de las drogas. Al enviudar por la muerte violenta de su esposo, cayó en mayores excesos, perdió su fortuna, enloqueció y finalmente murió como una indigente más en la Arenosa.

El señor Pedro Severiche era bajito y regordete, usaba gafas de carey con lentes de vidrio grueso. En sus cuarenta y más años de lotero nunca vendió el premio mayor de la Lotería de Bolívar. La única vez que estuvo a punto de hacerlo, su comprador de siempre se lo rechazó por llevar mucho tiempo adquiriendo ese mismo número sin coger siquiera un seco, y a él le tocó esa tarde devolverlo a la agencia.

No obstante, cuando al día siguiente aquel se enteró de que ese fue el billete ganador, fue hasta la casa de su otrora vendedor y lo amenazó de muerte por no haberle insistido en que se quedara con él, o de tirárselo encima, como en anteriores ocasiones lo hizo. Por esas amenazas que le produjeron tanto temor, el señor Severiche sufrió un infarto al miocardio, el cual lo mantuvo internado dos semanas en el Hospital San Juan de Dios.

Una mañana de diciembre de 1963, cuando yo salía con la bolsa de almojábanas por el portón de la casa de la señora Blanca, me pegué tremendo susto y me devolví espantado por el callejón. Al verme atemorizado y pálido, aquella con preocupación me preguntó la razón de mi terror, le dije que había visto una “casa caminando”, entonces detrás de ella salí a ver, y efectivamente varios hombres, de quienes solo se notaban los pies, metidos debajo del techo de palma que la señora Chica Ramírez había decido reemplazar por uno de zinc, lo llevaban por esa calle para montarlo en los horcones de la casa que le estaban construyendo a su hija Aniceta.

Ya tranquilo, por la explicación recibida, me fui corriendo para mi casa, dejé las almojábanas en la mesa del comedor y me devolví para seguir detrás de la casa que caminaba. Una vez llegaron al sitio donde iban a montar esa techumbre, comenzaron a salir debajo de la cubierta quienes la trasladaban, entre ellos, Humbertico Luna, El Mono Bertel, Merejito Viloria y Mañe Aguirre.

A estos personajes los vi juntos después y por mucho tiempo, siempre entonados con ñeque, tornillo o ron blanco, en trabajos varios. Unas veces de cuenteros en los velorios; otras, construyendo casas de bahareques y techumbre de palma, ya raleando malezas en los solares urbanos enmontados, o jardeando ganado hasta el embarque Los Millones, ubicado a orillas del río Magdalena en el camino para el Corregimiento de Yatí.

También en las fiestas de noviembre, con los mismos disfraces de siempre: el toro, el tigre, la gigantona y la mujer rifada. En este último entregaban a cambio de cualquier moneda, un papelito que tenía un número para participar en el sorteo de una semana gratis de trabajo de sus respectivas mujeres. En la casa donde se la ganaran, ella tenía que servir en los oficios domésticos durante ese tiempo sin recibir pago alguno por sus quehaceres.

Para fin de año, amenizaban las fiestas del 24 y 31 de diciembre, con su conjunto de gaita, donde el Mono Bertel tocaba el guache; Merejo Viloria, la flauta hembra, Miguel Arango, la flauta macho; Mañe Aguirre, la tambora; y, Humbertico Luna, servía el trago.

Como oficio independiente, el Mono Bertel tenía el de prender y soltar los voladores en las procesiones religiosas, en las fiestas de corraleja y en cuanta otra celebración lo contrataran.

En una ocasión Merejo Viloria fue con Mañe Aguirre a desayunar donde la señora Ángela, hermana del primero, para luego proceder a castrar una piara de cerdos. Si bien Merejo era experto en ese oficio por haberlo realizado muchas veces, para Mañe Aguirre era su primera vez. Sin preguntar cómo se hacía, cuando le tocó su primer verraco, le agarró los testículos y de una se los cortó de tajo a ras de nalgas. El animal se levantó tembloroso, chillando y sangrando a chorro, caminó escaso un metro y cayó muerto. Al notar lo ocurrido, Merejo dijo: “Mañe, te pasaste de anastesia”

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