Los veintiún ángeles

Los veintiún ángeles

Esta es la historia de una de las familias que perdió a un ser querido en la tragedia de la Avenida Suba ocurrida en el 2004

Por: Dustin Tahisin Gómez Rodríguez
octubre 20, 2020
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Los veintiún ángeles
Foto: Josegacel29 - CC BY-SA 3.0

El 28 de abril del año 2004, en la ciudad de Bogotá, 21 niños y 2 dos adultos perdieron la vida en la mayor tragedia que ha presenciado la capital. Su muerte fue propiciada al quedar sepultados por una máquina recicladora de asfalto de 40 toneladas, que cayó justo cuando por el otro costado pasaba el bus escolar del colegio Agustiniano. Entre ellos alguien al que sigo queriendo mucho.

Aunque han pasado 16 años, el dolor sigue campante. No me imagino el de sus padres. Lo que les voy a contar fue lo que pasó a una de las familias que afrontaron la tragedia. En ese momento me encontraba estudiando Economía en la Salle por la noche y trabajaba de día (como muchos colombianos) para ahorrar y pagar el semestre. Cuando llegué a la universidad, a eso de las 6:00 p.m., no tenía idea del suceso. Allí me encontré con una amiga y me comentó lo ocurrido. Lapidariamente no le di importancia, me dije: “Eso pasa en Colombia y ya”. Ingresé a mis clases y regresé a mi casa a eso de las 11:00 p.m. Al llegar, por ahí a las 11:30 p.m., noté que las luces estaban prendidas, algo claramente inusual. Ingresé y mi hermana estaba llorando. Me dijo: “Nene, algo le pasó al niño. Tenemos que irnos, mi mamá ya salió para allá desde la tarde y no sé nada de ella”.

Nos fuimos para el centro de Bogotá, más específicamente para una institución que quedaba cerca de Medicina Legal. No sabíamos nada de mi mamá, ni mucho menos de mi tía, la madre del niño. No me acuerdo por qué llegamos a ese lugar, pero mi hermana dijo que era ahí. Al arribar ingresamos a una especie de recepción improvisada y preguntamos por el niño. La señora que nos atendió, sin ninguna empatía, pregonó: “El niño está muerto”. Mi hermana se desmayó y yo me puse a llorar con un odio visceral.

Nos dijeron que fuéramos a Medicina Legal. Salimos para allá más o menos a la 1:00 a.m. y llegamos al caos, a la muerte, a la destrucción de familias, a la indolencia y a la oscuridad de la eterna muerte. Había luces por todos lados. Gente llorando y gritando por sus hijos, por sus familiares, por sus primos, por sus amigos, por sus consentidos, por sus sobrinos, por sus nietos. Gente en shock, tirada en el piso y convulsionando. Nada que envidiarle a la Divina Comedia de Dante Alighieri.

Nos encontramos con nuestros familiares y todos estábamos en el limbo. No había nada que hacer. Tocaba confirmar el deceso y jamás mostraron el cuerpo por obvias razones. Solo dejaron ver los objetos personales y la sangre de mi ser amado en su billetera. Salimos después de unas horas y nunca voy a olvidar que en la puerta había un señor, un desagradable mercader de la muerte, diciéndonos que él podría ayudarnos a demandar. Un vivo, como los que abundan en Colombia, aprovechándose del dolor ajeno

Al otro día o al segundo día, no me acuerdo bien, fue el sepelio. Por la mañana salimos para el Agustiniano donde eran las exequias. Había 21 ataúdes pequeños de color blanco en la cancha de baloncesto. Cientos de personas, entre estudiantes, familiares, amigos y chismosos, nos acompañaban. Luego de ello, llegaron unos buses más y nos llevaron a los diferentes cementerios de la ciudad. Para nosotros era el que iba al cementerio de Recuerdos de Paz. Cuando íbamos por la autopista me sentí colombiano. Miles de personas con sus pañuelos blancos y sobre todo muchas mujeres llorando mientras nosotros pasábamos en caravana. Arribamos al cementerio y los religiosos se estimulaban con las palabras del cura que oficializaba la misa, mientras los demás veíamos cómo la Parca se llevaba a un ser querido que solo tenía 10 años y todas las posibilidades para ser mejor que uno.

Pasó el tiempo y como cosa rara en Colombia, que nos acostumbramos a la muerte, ocurrió de nuevo otra tragedia. Ya no en la capital sino en otro pueblo miserable de Colombia, como es Fundación en el Magdalena. Esta vez fue el 18 de mayo de 2014, ¡10 años después! En esta oportunidad murieron calcinados 33 niños y un adulto, y más de 15 personas quedaron heridas. Las víctimas de ambas tragedias eran niños con un futuro y adultos con familia. Ambos situaciones como consecuencia de la negligencia y del discurso economicista de reducir costos en aras de beneficios a corto plazo... de una pésima administración.

No obstante, y ya para terminar, la vida sigue…

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