Los republicanos y la pandemia

Los republicanos y la pandemia

Siguiendo a sus dirigentes, no solo se rehúsan a usar protección alguna contra el virus, sino a mantener el distanciamiento social. ¿Qué hay detrás de este comportamiento?

Por: Andrés Molina Ochoa
julio 21, 2020
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Los republicanos y la pandemia
Foto: @WhiteHouse

En una democracia es entendible que algunos pensemos que es necesario cerrar la economía y tomar medidas severas para detener el avance del COVID-19, en tanto que otros se resistan a hacerlo, porque piensan que los estragos causados por estas medidas serán peores que los del virus. El problema de la pandemia involucra tantas incertidumbres, ¿cuándo llegará la vacuna?, ¿será efectiva?, y tantos saberes que es inevitable que existan diferentes posiciones defendidas por personas razonables. Es a través del diálogo entre ambas partes que podemos llegar a un acuerdo y encontrar la solución óptima a la grave situación que vivimos.

Ahora bien, uno supone que, si se opta por beneficiar a la economía, se tomarán, sin embargo, las medidas necesarias para evitar que los contagios se incrementen. Se puede pensar en abrir los restaurantes, por ejemplo, pero se debe pedir que las personas utilicen tapabocas en la medida de lo posible y que siempre conserven la distancia social debida. El problema en Estados Unidos, sin embargo, es que quienes defienden la apertura de la economía no están de acuerdo con ninguna de estas medidas de prevención mínima.

Hace unos días, el gobernador de Georgia, Brian Kemp, demandó a la alcaldesa de Atlanta porque ordenó el uso de mascarillas, Anthony Sabatini, representante republicano en el Congreso de la Florida, en una reciente entrevista manifestó que los tapabocas no eran necesarios si se conservaba el distanciamiento social y que él jamás los usaría, y el líder de todos ellos, Donald Trump, jamás ha recomendado el uso de las mascarillas en sus alocuciones presidenciales. Siguiendo a sus dirigentes, gran parte del electorado republicano se rehúsa no solo a usar protección alguna, sino a mantener el distanciamiento social o a hacer lo mínimo posible para evitar contagiar a otros.

El problema, claro está, no es médico, ni científico. Está más que demostrado que el uso de mascarillas es necesario para evitar el contagio del COVID-19. El problema es político. Los republicanos no quieren protegerse, porque de hacerlo se confundirían con los demócratas. Su objetivo no es cuidar su salud o su libertad o encontrar la mejor forma de sobrevivir frente a la pandemia. Su meta es separarse de un grupo de población al que consideran su enemigo. Sus acciones son el resultado de años de la política tribalista de Trump y de sus mensajes incendiarios. Los blancos son una mayoría que es atacada por etnicidades que pretenden invadir al país, por eso se necesitan muros, por conspiraciones científicas fantasiosas que desean restringir nuestra capacidad productiva, por eso hay que negar al calentamiento global, por minorías que desean imponernos su forma de vida, por eso solo debe protegerse la familia heterosexual, por culturas ajenas que aspiran destruir el cristianismo estadounidense, por tanto hay que igualar el ser musulmán con ser terrorista.

Este mensaje repetido y amplificado por personas oscuros como Alex Jones o Roger Stone, y por medios de comunicación como Fox, ha calado tan hondo en tantos hogares que no es de extrañarse que hoy en día existan millones de estadounidenses que crean que el uso de la mascarilla es solo una estratagema más para convertir al país en un estado musulmán, o que piensen que ser libre es andar por la calle sin protección alguna. Las consecuencias de tan absurdas creencias son trágicas. Hoy, Estados Unidos es el país con más casos de COVID-19 y el número de nuevos contagiados crece de forma alarmante casi todos los días.

Definir a un grupo político por su odio a un enemigo común, no es una idea nueva. Ya en El concepto de lo político, Carl Schmitt había dicho que la esencia de lo político era la distinción entre amigo y enemigo. En Estados Unidos, la satanización del enemigo permite a los líderes republicanos cohesionar un grupo diverso que comprende desde libertarios radicales hasta fanáticos religiosos, así como hacer que sus seguidores sigan sin cuestionamientos tesis absurdas como que el calentamiento global es una mentira, las mascarillas matan, o el COVID-19 fue creado en un laboratorio chino para destruir la economía estadounidense. Lo más peligroso, la radicalización permite descalificar cualquier opinión contraria sin siquiera escucharla o valorarla. Puede existir un consenso médico sobre la utilidad de las mascarillas, pero esa opinión no será escuchada porque se considerará uno más de los engaños de la oposición para conculcar las libertades, pueden existir cientos de investigaciones que prueben que las personas indocumentadas cometen en promedio menos delitos que los nacionales, pero los republicanos se enfocarán en un solo caso para estigmatizar a millones de personas.

Durante la campaña de 2008, John McCain defendió a Obama ante uno de sus detractores diciendo: “Tengo que decirte que Obama es una persona decente, una persona de la que no tienes que temer como presidente de los Estados Unidos”. Cuando una mujer le dijo que Obama era una persona peligros, McCain contestó: “No, señora. Él es un hombre decente de familia con quien tengo desacuerdos.” Ese tipo de diálogos quedó sepultado tras las insinuaciones de Trump de que Obama no era un ciudadano estadounidense o sus constantes insultos a todo aquel que ha osado cuestionarlo. Bajo esa tenebrosa sombra, un nuevo partido republicano ha emergido, uno que sigue a cabalidad los consejos sobre lo político de Schmitt, no solo en eso de definirse por el odio al enemigo, sino en eso de usar la esvástica y otras banderas que incitan al racismo en sus marchas y protestas.

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