La historia es la siguiente: imaginen una tarde más o menos concurrida dentro de una librería, donde los pocos o muchos lectores-compradores recorren los pasillos con la mirada más o menos atenta, con la mirada más o menos distraída. En su recorrido tocan, sacan del orden alfabético, ojean y vuelven a dejar los libros en sus anaqueles.
De repente irrumpe en la escena un potencial lector-comprador por fuera de la media: en su andar por las distintas colecciones no duda, sino que, con cada paso, toma suavemente los títulos que van capturando su atención. Los acomoda debajo del brazo, contra sus costillas, hasta formar un surtido paquete con más de una docena.
El decidido lector-comprador (decidido por lo menos en apariencia) se dirige ahora al punto de pago para consultar al librero sobre el precio y el contenido de los libros. Para fortuna del librero, pero desgracia para el lector-comprador, los libros estaban termosellados. Por este motivo, las breves y profundas reseñas enarboladas por el librero no fueron suficientes para decidirse a comprarlos. El lector-comprador necesita destapar los libros y leer directamente, ya no solo la contratapa, sino al menos un par de párrafos, o un par de páginas, de su interior. Petición y necesidad apenas comprensibles y de ninguna manera reprochables.
El hasta entonces decidido lector-comprador no escatima en sus observaciones y se toma un tiempo incontenible para sus pesquisas. A medida que rompe los plásticos, señala los índices e inicia algunos capítulos, va poniendo los libros, uno sobre otro, frente a la mesa del librero que intenta, aunque no pueda, ignorarlo. Al poner en la cima de la montaña el último libro, el lector-comprador parece decidido: en esta ocasión se llevará uno solo de los títulos escrutados. La decisión es recibida con calma por el librero -recuerda que ese es su oficio- aunque no deja de molestarle la situación, pues tendrá que colocarlos otra vez, con cuidado de no equivocarse, en sus respectivos anaqueles.
La calma del librero empieza a disminuir cuando el ahora titubeante lector-comprador, argumentando que es para un regalo, pide por favor que le entregue el libro nuevamente termosellado, lo cual implica revisar el inventario y sacarlo de la bodega para entregárselo ‘‘completamente nuevo’’.
El librero, un poco harto, revisa el sistema y comprueba que solo hay un ejemplar del título que el insoportable lector-comprador ha decidido llevarse. No hay manera de que su regalo vaya ‘‘completamente nuevo’’, piensa, aunque se limita a decirle que aún sin termosellado, el libro está en perfecto estado y que, por quitarle el plástico, no deja de ser un libro nuevo.
Esta explicación resulta inválida para el enajenado lector-comprador. Arguyendo que no tiene sentido regalar un libro ‘‘abierto’’, prefiere entonces no llevar nada. Al contrario, sabiendo ahora cuál es el título de su elección, prefiere comprarlo en la librería de al lado, garantizado así su amado -aunque absurdo- plástico termo-sellador.
Como un roedor se escabulle de la librería, dejando al librero con más de una docena de presencias mudas con las que ha aprendido a comunicarse desde que inició este trabajo.
***
Como quizás algunos de ustedes -posibles lectores- se han dado cuenta, hace unos años me embarqué en el proyecto compartido de abrir una librería. Si bien el hecho, o la desobediencia, de abrir una librería en los tiempos que corren da para escribir un artículo completo, en esta ocasión traigo a colación la situación anterior, no para hablar de las librerías ni de los libreros, sino para hablar de los libros y sus diferentes estados materiales: nuevo, usado, dañado, recuperado, conservado, etcétera.
En primer lugar, tengo que confesar que soy un monstruo de los libros. Doblo las esquinas de las páginas en lugar de usar marcapáginas. La mayoría tienen el lomo doblado y a muchos de mis libros de tapa dura les faltan las sobrecubiertas. Tomo abundantes notas al margen, resaltando y subrayando las citas que más llaman mi atención. Sé que soy rudo con los libros y me he autoacusado de maltratarlos, pero sostengo que el trato brusco es una señal de profundo aprecio.
Todos podemos estar de acuerdo en el valor intrínseco de los libros. Nos abren la mente a nuevas ideas. Nos transportan a tierras lejanas y a acontecimientos históricos. Nos dan la oportunidad de ver a través de los ojos de otra persona, real o ficticia. Los libros nos permiten tanto escapar como anclarnos en la realidad. ¿No deberíamos entonces tratar estos preciosos regalos con reverencia? ¡Sí! ¡Sí, claro que sí! Pero así como hay muchos lectores diferentes, también hay muchas formas de rendir homenaje a la palabra escrita. Estas son algunas de las más clichés que están deambulando por el ecosistema del libro:
- Construye un santuario de libros (también conocido como tu biblioteca personal).
- Cataloga, reordena, desempolva y organiza obsesivamente tus libros.
- Restaura libros antiguos.
- Huele libros cuando nadie los esté mirando (también cuando sí lo estén haciendo: no hay vergüenza en la bibliofilia).
- Participa en clubes de lectura.
- Escribe reseñas de libros.
- Asiste a charlas de autores y firmas de libros.
- Dicta un taller.
- Usa ropa y accesorios con temas literarios.
- Organiza seminarios de estudio.
- Decora tu espacio con citas enmarcadas, calendarios de libros, tazas de café con temas literarios.
- Sumérgete en comunidades de blogueros.
- Autopublica tu propio fanzine.
- Asiste a festivales y convenciones de libros (¡no olvides la boina, la gabardina, la mirada melancólica y el tabaco!)
- Participa y gánate un concurso de escritura.
- Trabaja en una librería.
- Sé voluntario en una biblioteca (¡mejor aún, solo aparéntalo en tus redes sociales!).
- Recicla libros para convertirlos en piezas de arte y artesanía.
- Hazte tatuajes literarios.
- Derrama whisky sobre tus libros.
¡¿Qué?! ¿¡Qué?!? ¿Derramar whisky sobre los libros? Era por molestar. Respiren. No estoy defendiendo el uso de libros como alternativa a las servilletas. No arranco páginas para prender la estufa. Mi objetivo no es desfigurar libros y no me quedo pensando en formas de provocar un ataque de ira a mis amigos del área de patrimonio y conservación de las bibliotecas. Simplemente, creo que familiarizarse con los libros a veces tiene el efecto secundario del desgaste. Cuando hojeo un libro en mal estado, tiendo a sentirme intrigado, compadecido, hasta familiarizado con él, en lugar de horrorizado.
Ahora bien, para que quede claro… soy amable, en el sentido tradicional, con los libros. También devuelvo los libros de mis amigos en las mismas condiciones en que los recibí. Entiendo claramente que mi tendencia a abusar de los libros no es compartida por todos, por lo que me comporto de manera “normal” con los libros prestados.
Con mucha más delicadeza trato los de la librería, pero ni así: por más cuidado que se les preste, los libros de librería también se abren, se consultan, se exponen a accidentes, a pequeños daños. Pero, repitiendo las palabras del librero, por más que no esté termosellado, por más que, gracias a consultas anteriores de otros lectores, tenga alguna imperfección como huella digital en la punta de la hoja, el lomo sumido en la esquina de arriba o no cuente ya con el separador de la biografía del autor: ese libro no deja de ser nuevo o de estar en perfecto estado.
¿Por qué sigo, entonces, doblando la punta de las portadas y tomando apuntes con lápiz hasta salirme de sus márgenes? Tal vez involucrarme a un nivel visceral con lo que estoy leyendo aumenta mi aprecio por el libro. Sí, también sé que mi biblioteca desfalcada -desfalcada porque vendí más del 80% de sus libros para surtir en sus inicios a la librería- casi no tiene valor de venta. Si donara los que quedan a amigos, la gran mayoría iría directamente a la papelera del reciclaje, lo cual no es tan importante como el desengaño que podría generarles: al trabajar en una librería, muchos pueden suponer que tengo una biblioteca envidiable. Algún día sabrán que se equivocan. Después de estar todo el día entre libros, al regresar a casa, debo confesarlo, me alegra estar un poco alejado de ellos.
Porque hay crímenes mayores contra los libros que derramar whisky sobre sus tapas. El mayor crimen contra los libros es dejarlos sin abrir, sin tocar, sin leer. Así que disfrutemos de ellos y honrémoslos como mejor se lo merecen: sacándolos de una vez de su ridículo plástico.
También le puede interesar: El expresidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, fue arrestado por crímenes contra la humanidad