Los buenos borrachos
Opinión

Los buenos borrachos

Alcohol y creación. Hemingway y Fitzgerald, emblemas de la literatura norteamericana del siglo XX legaron su vida y obra a la humanidad mientras eran consumidos por las llamas de borracheras desmedidas

Por:
febrero 06, 2018
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Aunque parecían hermanos no lo eran. El menor de los dos empezó a emborracharse desde los quince años. Se hizo fuerte, vigoroso y vociferante. Atrás quedaron los días en que su convulsa y dominante madre lo disfrazaba con vestidos de niña. Su clásica y espesa masculinidad jamás sería puesta en duda de nuevo. Su afición por las armas y las grandes cantidades de whiskey sellarían su destino. Mientras tanto, el mayor, de mirada dulce y compasiva, observaba al mundo -siempre ajeno para él- desde la frágil esperanza y la entereza moral. Varias veces intentó destruirse al reconocer ante sí la ventana siniestra del amor desquiciado. Su esposa moriría calcinada en un incendio en el hospital psiquiátrico que la albergaba; él ya no volvería a ser el mismo, terminaría por hundirse en el alcohol. En sus últimos años de abatimiento declararía haber perdido el interés en todos sus amigos. Ofendido por tal afirmación -y desde siempre obsesivo con la guerra y las peleas- su amigo, su hermano menor, lo llamaría cobarde. Así se daba por terminaba la amistad de dos de los más importantes emblemas de la literatura norteamericana del siglo XX: Ernest Hemingway (El viejo y el mar) y Francis Scott Fitzgerald (El gran Gatsby).

A lo largo de su vida ambos tratarían de dejar la bebida. No lo lograron. Inventarían justificaciones y excusas de todo tipo, que no hicieron más que ahondar la atroz enfermedad que padecían: el alcoholismo. Mientras se adormecían por el efecto de los largos y repetidos tragos, denunciaron la corrupción que corría por las venas del mundo y el insoportable ruido que les causaban los incesantes merodeos de los otros. Nunca se hicieron militantes de la vil costumbre de vivir vidas normales. Su inmediata amistad, surgida en un bar americano en París en 1925, se forjaría al ver compartido su anhelo de aliviar el terror de sus recuerdos de una inquietante niñez a partir de las letras y la ficción. Se hicieron escritores para curarse del pasado que recurría a ellos en interminables y dolorosas jornadas de insomnio. Fueron testigos de cómo la voraz bestia del alcohol se convertía en su veneno: la mortal solución con que postraban a los demonios del infierno íntimo y de paso a ellos mismos. Nacieron de una misma madre: la desesperación. Y desesperados murieron y se mataron.

Para muchos -y durante mucho tiempo- ha sido evidente la estrecha relación existente entre el consumo de alcohol y las voluntades y causas creativas. Existen interminables ejemplos de autores que legaron su vida y obra a la humanidad mientras eran consumidos por las llamas perturbadoras de las borracheras desmedidas. No obstante, pareciera ser que la verdadera relación entre la creación y el trago dependiera más de la condición originaria del artista: la profunda e irremediable sensibilidad ante el malestar del mundo y de sus vidas. Parafraseando a Fernando Pessoa: la insoportable carga de sentir primero que todos; natural a cada uno de los verdaderos creadores. En ese sentido, el alcohol se convierte simplemente en un anexo terapéutico, un bálsamo, para reducir el dolor de mantener los ojos abiertos y el espíritu fértil mientras el hombre se apuñala a sí mismo con su mezquindad hacía el otro, su circular ambición y su estupidez descollada.

 

Pareciera que la verdadera relación entre la creación y el trago
dependiera más de la condición originaria del artista:
la profunda e irremediable sensibilidad ante el malestar del mundo y de sus vidas

 

Cuenta el irreversible escritor Pedro Juan Gutiérrez, que en los tiempos más absurdos de represión de la dictadura cubana, la policía llevó a cabo una redada a un mortecino garito en la cual apresó a borrachos y prostitutas por igual y decomisó varias botellas de trago. Al presenciar la escena, un anciano embriagado que pasaba por el lugar le gritó al oficial: ¡Deténgase, el ron es inocente! Esa inocencia es una genial descripción suficiente para romper el vínculo explícito -y muchas veces imaginario- entre creación y alcohol. Preferible entonces percibir a los artistas como seres doloridos que buscan allanar el camino hacia un silencio cada vez más esquivo. Seres obligados -y condenados- a ofrecer al mundo cierta luz estremecida, cierto camino olvidado, casi siempre a costa de sí mismos, tal y como les pasó a los dos amigos hijos de la misma madre.

Deberíamos estarles agradecidos y brindar por ellos.

 

@CamiloFidel

 

 

 

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