En María Paz no hay paz. Es martes, son las diez y media de la mañana y una mujer camina pegada a los muros como si cada sombra pudiera morderla. Vende minutos, cigarrillos sueltos y oraciones. Dice que aquí, en este barrio del suroccidente de Bogotá, el aire tiene precio y las esquinas se reparten como botín de guerra. No es un lugar: es una frontera. Las bandas se pelean las calles como si fueran campos minados, y el que no pertenece, pierde.
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María Paz no aparece en las postales. Tampoco Patio Bonito. Ni Santa Fe. Pero si uno quisiera entender a Bogotá, tendría que empezar por acá: por donde más duele.
Patio Bonito tiene nombre de promesa incumplida. Parece un chiste cínico. Calles laberínticas, muros garabateados, miradas que no se cruzan. Aquí se roban celulares, motos, vidas. Aquí los niños aprenden a correr antes que a caminar. Una madre, de nombre Carmen, dice que no duerme: que reza con los ojos abiertos para que su hijo no se cruce con los que mandan. Nadie sabe bien quiénes son, pero todos los temen.
Y luego está Santa Fe, que fue corazón y se volvió herida. El centro de Bogotá, donde los turistas miran hacia arriba y los locales hacia abajo. Prostitución, hurtos, hambre. Entre los teatros venidos a menos y los hoteles de paso, la ciudad es otra: se descompone despacio, como fruta al sol. Un vendedor de tinto cuenta que ha visto morir gente por un billete de veinte mil. Son historias que pasan todos los días en este sector de la ciudad y en general en muchas zonas de Bogotá, donde el hampa no perdona.
En estas tres esquinas del miedo, la ciudad se muestra sin maquillaje. Hay quienes sobreviven, otros resisten. Pero todos, absolutamente todos, caminan rápido, como si de eso dependiera seguir vivos. Porque tal vez sí.