Lo que aprendí de la zarigüeya

Lo que aprendí de la zarigüeya

Tras un fortuito encuentro con este animal fue mucho lo que descubrí, no solo sobre él sino sobre el mundo que me rodea

Por: Jesús Ignacio Rivera Cano
enero 07, 2019
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Lo que aprendí de la zarigüeya
Foto: PxHere

Un día vi, tras mi ventana, en el jardín posterior de mi casa, la sombra de un objeto temible, ominoso, el inquietante movimiento de un impreciso animal en la maleza: un roedor fabulosamente crecido, un monstruo que asoció miedos antiguos, una silenciosa angustia.

Era imposible que una rata pudiera crecer tanto, no podía ser que una rata adquiriera el tamaño de un perro.

Pero no, no era una rata mutante gigante.

Venciendo la aprensión de aquella observación, otro día volví a mirar al jardín, y vi una ardilla, el animal trepaba la reja de seis metros que separa, nuestra propiedad, de una urbanización colindante, ayudada por el ramaje de árboles adyacentes, la adivinada ardilla descendió a media distancia en nuestro jardín, y, acercándose por un sendero de frutas caídas, reveló su turbadora naturaleza: no era una ardilla sino aquél animal de inquietante familiaridad; con forma de una rata de desmesurado tamaño, se movió con parsimoniosa agilidad y se perdió de nuevo tras la hojarasca y los árboles.

No pude más que indagar con qué clase de animal fantástico me había encontrado.

Lo primero que conocí es que su nombre es zarigüeya. Poco a poco empecé a buscarla con la mirada, tras la ventana y he ido realizando algunos aprendizajes: que no es un roedor sino un marsupial, como marsupiales son los koalas y los canguros; pero también, con la experiencia de la zarigüeya, he ido aprendiendo otras cosas, que referiré.

A mirar bien, a distinguir (que puede tener hábitos nocturnos, un variado tipo de alimentación, y un ágil desplazamiento por distintas ramas).

A superar el temor, porque el miedo es el principio de la ignorancia, y la ignorancia una fuente del temor.

A ampliar el campo de la mirada; a mirar no solo al frente sino adelante y atrás (a saber que hay un recorrido y un camino).

A mirar arriba y abajo (a darme cuenta que existe una perspectiva, que hay dimensiones, y que puede estar lo inadvertido; a comprender que hay cosas que pueden estar presentes sin ser percibidas).

A interesarme por una vida en distintas realidades: imagen, historia, naturaleza.

A distinguir matices en las sombras; sutilezas en los cambios de luz, y a diferenciar volúmenes en la espesura.

A precisar especies, géneros, familia.

A acercarme a una mirada científica.

A saber que hay hábitos, alimentos, horarios.

A contribuir a la protección.

A ser consciente del valor de la vida.

Aprendí sobre la solidaridad, la ternura con lo diferente, a ir más allá de las apariencias y del prejuicio de lo monstruoso, a cuestionar el automatismo de rechazar y la tendencia de eliminar lo temido.

A esperar con paciencia, y a valorar la belleza que hay en conocer.

Aprendí que hay orígenes y diferencias, pero también unidad en la diversidad.

Y aprendí, con las zarigüeyas, a despegar los ojos del teléfono celular, y a levantar la cabeza para mirar al frente y en las distintas direcciones, a ser consciente de las ventanas de mi casa y de un más allá de lo inmediato (y de su supuesta inevitabilidad).

Aprendí que la zarigüeya permite controlar ciertas plagas, diseminar semillas, y que es un indicador del equilibrio vital de un territorio.

Entre otras interesantes cosas.

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