Lida Beltrán: diario de una gorda en cuarentena

Lida Beltrán: diario de una gorda en cuarentena

La psicóloga, actriz y cantante reafirma su aceptación con ‘Doña Bastante’, letra de su autoría, que en tiempo récord sobrepasa las 85.000 reproducciones en YouTube

Por: Ricardo Rondón Chamorro
mayo 22, 2020
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Lida Beltrán: diario de una gorda en cuarentena
Foto: Felipe Aldana

Me llamo Lida Yovana Beltrán Rodríguez y hoy me voy a poner bonita, como si estuviera enamorada y fuera a cumplir una cita a sabiendas de que no puedo salir de casa. Pero quiero sentirme bella y atractiva en mi propio espacio, enamorada de mí misma, con mis 100 kilos de peso. Y nada ni nadie me lo impedirán.

"¿Qué es ser gorda?", me pregunto en la soledad de mis días, frente al espejo, mientras me aplico algo de sombras y me enrollo los bucles:

Ser gorda puede llegar a ser una tortura infinita al margen de una sociedad que te señala y te critica, y peor aún, que te excluye y menosprecia. No puedo ocultar que al principio me di mucho látigo. Evitaba los espejos. No quería saber de nadie y procuraba no salir a la calle. Me enconchaba como una tortuga en mi mundo, en el insufrible mundo de las gordas.

Mi sobrepeso, de manera paulatina, empezó hace diez años, cuando tenía 33, sin ninguna explicación. Hasta esa fecha había conservado desde jovencita una figura curvilínea, llamativa, como dicen, todo en su puesto. Pero son las sorpresas de la vida: me vi acosada por kilos de más: mofletes, gorditos de vientre, cadera y cintura.

Archivo particular.

Archivo particular.

Al principio no le paré muchas bolas. Seguí las recomendaciones de la dieta de la vecindad, que llaman: discreción con la cuchara, agua de limón en ayunas, cero harinas y grasas, mucha fruta y verdura, piña con atún, batidos de proteína, tomate con rábano, caminatas, elíptica, aeróbicos, fajas térmicas —de las que tengo una colección— y, bueno, natación, que ha sido mi deporte de toda la vida, y que hoy, con mis 100 kilos, sigo practicando.

Esas dietas y sugerencias las seguí al pie de la letra, pero pasaron los días, los meses, y nada, en las mismas y con un sobrepeso que se iba acelerando. La escala fue creciendo de 53, que era mi peso normal, a 60, 75, 85, ¡Dios mío, llegué a los 105 kilos! Cancelé los espejos en la casa, que veía como a implacables jueces de las gordas, entre lloriqueos y lamentaciones.

Confusa y desilusionada, ingresé con el especialista a un proceso clínico de pruebas y análisis en eventos de obesidad. Creí que tenía problemas de tiroides, pero el examen salió bien. Me decidí por el balón gástrico, que a la larga no fue lo que yo esperaba. Cuando me lo quitaron, me puse en manos de la nutricionista. En pocos meses llegué a bajar 20 kilos. Sentí alivio y esperanza.

Mi drama llegó a su punto más alto cuando debí aplicarme la vacuna para la fiebre amarilla, uno de los requisitos que exigía un viaje en crucero por el Caribe que iba a compartir con mi mamá. Cuál sería mi susto cuando empecé a sangrar por la nariz y me empezaron a salir unos moretones enormes en las piernas, como hematomas. Hasta ahí llegó el sueño del viaje, y de urgencias para la clínica.

El diagnóstico, una enfermedad que jamás había oído en mi vida: Púrpura Trombocitopénica Inmune (PTI), que se da cuando las defensas del organismo, de manera inexplicable, empiezan a destruir las plaquetas. En menores, puede suceder luego de una infección viral. En adultos, puede llegar a ser crónica. No es un mal frecuente, pero la rifa esta vez me la gané yo.

Me hospitalizaron, me hicieron cualquier cantidad de exámenes y una transfusión de plaquetas. Ya me habían advertido, con documentos de rigor en mano y firmas correspondientes, que podría haber un derrame interno que comprometería el cerebro, entre otros riesgos definitivos, como la muerte. Gracias a Dios pasé la dura prueba, pero el impacto psicológico fue tremendo.

Me aplicaron altas dosis de corticoides, utilizados para tratar enfermedades autoinmunes que afectan el sistema en general: reducen la energía vital, los músculos no se sienten, pierden rigidez; produce osteoporosis: uno puede quedar con el sistema óseo de una persona de más de 80 años. Con los días me empecé a inflamar interna y externamente.

Las consecuencias de ese tratamiento no pueden ser más lamentables. Es que hasta para alimentarse se sufre, porque uno llega a extremos como el de no poder sostener una cuchara. La fatiga es impresionante. Cualquier paso que se da, se convierte en ahogo. Por supuesto que la parte cognitiva también se derrumba: mal sueño, irritabilidad, malestar estomacal. Hasta la voz queda afectada. Y eso me dolió en el alma, porque además de mi profesión de psicóloga, soy cantante y actriz.

De modo que quedé a expensas de mi mamá, el verdadero amor, la que vela por uno en las buenas y en las malas. Yo que he sido independiente desde los 10 años, porque mi madre era maestra rural en una vereda de Choachí, Cundinamarca, donde nacimos cinco hermanos, y en el pueblo a mí me tocaba atender las obligaciones de una ama de casa, y cumplir con mis estudios de primaria y bachillerato.

Hace tres años asumí un proceso de baipás gástrico, que a la final no continué por recomendaciones de mis antecedentes clínicos. La intención de recobrar mi peso normal, me podría acarrear consecuencias peligrosas. Desde ese momento decidí enfrentar la obesidad por mi cuenta, siguiendo con juicio la dieta de la nutricionista, y en procura de una vida lo más llevadera posible, con mucha fortaleza y aferrada a los designios de Dios.

No puedo ocultar mis padecimientos. He llorado a mares. La autoestima se cae al piso. Pasan por la mente sombras tenebrosas. A donde uno vaya lo miran de arriba abajo, la mayoría de veces con indiferencia y desprecio. Se pierden oportunidades en el trabajo, y quienes alguna vez te abordaron para ilusionarte en el amor, esquivan el rostro y te dan la espalda.

Todos estos cuestionamientos me desvelaron por mucho tiempo, pero cualquier noche reflexioné en la soledad de mi habitación: Yo no elegí ser gorda, pero si me tocó, no me voy a pasar el resto de mis días torturándome, lamentándome, echando todo por la borda. ¿Qué sentido puede tener una vida así? Entonces decidí aceptarme como soy, quererme y valorarme, seguir luchando por mis ideales como lo he hecho desde niña. El proceso ha sido lento, largo…

Soy una mujer de origen campesino, humilde pero batalladora. Todos mis logros me los he ganado a pulso. Nada me ha sido regalado. De jovencita, para costear mis estudios universitarios, firmé un préstamo con el Icetex que pagué en su totalidad, pero para sostenerme, ayudada con pistas musicales, cantaba éxitos de la música popular en los buses, y los fines de semana, en ferias y fiestas de pueblos, o en bares y fondas de la Avenida Boyacá y la Primero de Mayo. Con mis recursos grabé un álbum titulado Cuestión de dignidad. 2.500 copias que vendí entre mis amigos y admiradores.

También he incursionado en la actuación, en roles secundarios de Tu Voz Estéreo, en series como Rosario Tijeras, con María Fernanda Yepes, y en Bolívar, dirigida por Andrés Beltrán; un protagónico como la hija no reconocida de Juan Gabriel en el unitario Fue un placer conocerte, de Crónicas de sábado, de Univisión; y en la película Paraíso Travel, entre otros.

Mi vida no ha sido color de rosa, por el contrario, más de espinas que de pétalos perfumados, todo lo anterior agregado a dos episodios de abuso sexual: el primero, de niña, a manos de un mecánico, y el segundo, cuando tenía 25 años y un hombre ingresó al vestier donde yo me encontraba cambiándome después de salir de la piscina.

Por eso elegí la psicología como profesión y me especialicé en prevención de abuso sexual en menores, aplicado en programas de salud pública en colegios, con proyectos artísticos, entre ellos de música, para rehabilitar la cantidad de dolores y traumas, producto de las vejaciones y violaciones en menores y adolescentes. Delitos aberrantes que dejan huella de por vida.

Si he logrado superar todo esto que narro —me dije— y en lo que vengo avanzando en un diario de mi vida, de antes de la cuarentena, no me va a quedar grande, por más que sea talla plus size, encarar de nuevo el espejo para aceptarme, quererme, valorarme, y seguir con la misma fortaleza que me ha caracterizado en la conquista de mis sueños.

Eso me inspiró también a escribir y montar una canción popular que se llama Doña Bastante, como una catarsis de todo lo que he vivido con mi gordura. Desde su estreno, el 17 de abril de este año, a la fecha, el video que está en YouTube como Lida Beltrán, ya sobrepasa las 85.000 reproducciones, una cifra que nunca imaginé, y que repunta los ánimos para seguir adelante.

Gracias a la afamada comunicadora social Laura Agudelo, que también es talla grande, experta y promotora de la moda, me reafirmé en mi convicción de trabajar dos proyectos: un stand comedy para pesos pesados y un libro, del que me sobran argumentos para levantarles la autoestima a las gorditas.

¿Qué es ser gorda?, me vuelvo a preguntar frente al espejo del tocador que tuve que vetar durante años:

Independiente de gordas, flacas, altas, rubias, negras, pobres, ricas, feas, bonitas, ¡somos mujeres! Mujeres luchadoras, con una gran capacidad y creatividad para proyectarnos y alcanzar lo que queramos.

En lo que a mí corresponde, ser gorda es una experiencia que hay que saber entender y asimilar con amor, respeto y sabiduría. Que los kilos demás no sean un obstáculo para seguir soñando y trabajar por lo que amamos.

¿Y quién dijo que las gordas no somos sexis, llamativas, apasionadas? A mis 43 años todavía estoy ilusionada con el hombre que me sepa amar, valorar, y que cumpla mis expectativas. Algún día llegará. Y si no, el camino continúa.

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