La venerable Plaza Alfonso López de Valledupar

La venerable Plaza Alfonso López de Valledupar

Al ver la modernización del emblemático lugar queda la misma sensación que tuvo el coronel Aureliano Buendía cuando su padre lo llevó a conocer el hielo

Por: Rodrigo Zalabata
mayo 06, 2019
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La venerable Plaza Alfonso López de Valledupar
Foto: Idaligomezmartinez - CC BY-SA 3.0

Con la misma novedad escandalosa con que los gitanos anunciaban los últimos inventos extemporáneos a su llegada a Macondo, la plaza fue renovada sin que lo necesitara y sin que nadie lo esperara. Y por más alcaldes que pasaran, con sus caprichosas alcaldadas anunciadas como históricas, lo cierto es que hasta nuestros días había sido guardada como la herencia cultural de Valledupar. De allí y allí el hecho de que el Festival Vallenato se conciba y tenga por siempre su cuna y su tumba en el lugar que lo vio crecer, lo que hizo posible que el espíritu juglaresco del vallenato se detuviera a dar serenata al pie de la ventana que se abre al mundo en la plaza, en el mes de abril en que se realiza todos los años, asomado a escuchar un coro de poetas que cantan juntos y separados al tiempo, haciéndoles llegar un mensaje especial a cada uno de los enamorados de la tierra.

Hoy la plaza se presenta ante su pueblo como una obra moderna, despertada de su sueño del pasado con el discurso del progreso, igual como se pregonaba en Macondo el hielo, la lupa, el imán, y cuanto cachivache viejo de uso común en otros lares, como la última novelería de la ciencia.

Valledupar siempre ha descansado en la siesta intemporal de su tradición, mecida en la hamaca grande del gran valle. Ese sueño edénico le dio la fuerza de origen que desbroza a filo de imaginación un camino que la comunique con el resto del mundo, en medio de su aislamiento montañoso, para forjar una cultura autóctona, matizada de ecos que llegaban resonantes al valle desde otros mundos, tejidos y conservados en una mochila geográfica.

La plaza significó el epicentro de la cultura raizal del valle, desde los tiempos prehispánicos en que lo señoreaba el Cacique Upar, en cuyo honor se fundó Valledupar el seis de enero de 1550 por Hernando de Santana, grabado en distintas actas oficiales, las cuales coincidían en exaltar el mundo original sobre el que se levantaba la ciudad colonial, cuyos dominios errantes iban del centro de la Guajira hasta el río Magdalena, y desde la Sierra Nevada de Santa Marta hasta la serranía del Perijá, pero teniendo por centro el lugar de habitación del Cacique de la junta de todas las aldeas bajo su gobierno; la hoy Valledupar que brotaba en la pila bautismal de la plaza. Esa es la fotografía histórica que estamos llamados a conservar en el álbum familiar del vallenato.

Valledupar es un milagro tangible de la poesía, que se obedece a las leyes de su propio mundo, por lo que ha podido sobrevivir a su inveterado aislamiento y a los políticos que han asaltado su gobierno, ya que su antiguo mapa no es político sino cultural, y su verdadera historia no está registrada en sus actas públicas sino en el interior de sus canciones. Ello dio lugar a que un cachaco hijo de presidente, que por tradición política estaría llamado a esperar el poder sentado en Bogotá, se vea atrapado por la magia del vallenato, y cambie los distinguidos salones en que se educó en Europa por un apoltronado taburete de gobernador en el recién creado departamento del Cesar, el último recodo político de la provincia colombiana.

El tiempo le dio la razón, su admirable inteligencia entendió que el departamento debía fundarse en lo cultural, dada su misma historia, y no en lo político, más allá de los límites oficiales que se establecían. El gobierno debía cederle paso a la juglaría, su verdadera historia tenía que luchar contra su historia oficial. Esa clarividencia poética y generosidad política le labró su nombre, Alfonso López, en el corazón del valle palpitante en la plaza, a la diestra de la Cacica Consuelo Araújo. Si la poesía lo había hecho posible la misma poesía lo haría realidad.

No era fácil, si al tratar de edificar el nuevo departamento sobre las bases de su historia ancestral sus raíces ya estaban patas arriba. En la advocación de la virgen del Rosario, cuya celebración dio origen a la idea del Festival Vallenato, los salvajes indígenas causan una masacre a los civilizados Conquistadores y éstos son redimidos por la virgen. En el club social en que se reúne "gente de bien" de la "sociedad" vallenata, la música campesina que forjó la cultura del departamento que se creaba había estado prohibida. En muchos años la plaza colonial estuvo invadida por el frente de una iglesia de aspecto morisco color sepulcral, con una confusión de fe que bien podría ser la vivienda de nazarenos musulmanes, hasta que fue restablecida por el liderazgo cultural de la Cacica.

Así las cosas, la reforma que hoy presenta la plaza hará parte de su historia política. Y olvida su aspecto esencial, las plazas no están construidas hacia el futuro sino desde el pasado. Sin reparar la paranoia religiosa que aqueja al alcalde, a quien, aun siendo músico vallenato de condición, le resulta pecaminosa la leyenda de Francisco El Hombre y El Diablo, que da la profundidad cultural del Festival Vallenato, por lo que mandó a borrar con pintura blanca un mural que la interpretaba sin acordeón en forma magistral, en las manos del maestro Germán Piedrahita. Pero esta vez presiento a fe cierta que se le fue la mano, sin sospechar los 12 mil millones que dicen costó cambiarle el piso a la plaza.

La mente metafórica del vallenato ha tratado de encontrarle parecido. He leído que parece una pista de patinaje, por el aspecto lustroso del mármol con que se tapizó. También la asimilan a una lápida, y tiene que ver en la cultura vallenata que el mármol es un lujo que se dan los muertos en el cementerio, o en las casas de los ricos de improviso cuyo espíritu vive muerto en vida.

A mí me parece un stand de las ferias modernas en que se vende la cultura al menudeo a los turistas de plazas de mercado. Y tiene que ver con la bandera política que el alcalde ha adoptado, la llamada Economía Naranja, que consiste en recoger la cultura como una cosecha, empacarla como un bulto con todo y sus artistas, para venderla en los mercados globales. En tal caso, para ser honestos, en honor a Valledupar y su plaza tendría al menos que llamarse Economía Mango.

Equivocan sus cálculos quienes así piensan, porque el verdadero turista (llamado ‘viajero’ por Bertolucci en la película “Refugio para el Amor”) no compra la cultura prefabricada, prefiere in situ recogerla pura como una mota de algodón. Alcalde, está cometiendo el pecado que ha cometido el vallenato: querer mostrarse como los demás, cuando los demás buscan disfrutar la esencia del vallenato.

Semejante suceso de la fartedad, como solían decir los viejos de Valledupar a quien anduviera con gestos que no fueran a tono con nuestra idiosincrasia, tiene implicaciones más graves que reales, y más dolorosas que las económicas. Señalan los expertos que el mármol es una piedra caliza, condensada en altas temperaturas, cocinada en miles de años, que guarda en su cuerpo el calor como un sentimiento, lo que puede explicar su uso milenario en los cementerios, para abrigar a los muertos que reclaman un poco de calor, pero en el mundo de los vivos aumenta la temperatura medioambiental, en una ciudad que orienta el meridiano del sol, en una plaza que recibe a todo el mundo para el Festival Vallenato; sumado a que la han vestido de un mármol pulido que refracta la luz, lo que genera un calor extraño al calor del Valle, como si hubieran descendido una nave extraterrestre en la vida colonial que habita la plaza, con un parecido arquitectónico a los pantalones que usaba el inolvidable Cabirol, llamativo para la época, planchados con cera para que no se arrugaran al caminar.

Dado ese fenómeno, está ocurriendo la más terrible de las tragedias, se está muriendo el palo’e mango de calor, el árbol heráldico del que todo vallenato raizal siente que ha descendido, debajo del cual el vallenato ha improvisado sus versos, por el que los hijos del pueblo se reúnen a darle sombra cantándole serenatas.

Ahora que embalsamaron vivo al viejo palo’e mango, como si quisieran cobrar por anticipado su herencia cultural, la única evocación feliz que le encuentro con el viejo Valledupar es el instante iluminado en que las mujeres dueñas del hogar terminaban de trapear la casa; era como si el mismo Dios recién terminara de crear al Caribe; pero al tiempo siento el temor del pecado original de quien se atreviera a pisar ese cielo terrenal, porque podía caer fulminado por una escoba que le cayera como un rayo en la cabeza con la fuerza de un castigo divino.

Esta moda de la Economía Naranja, que es capaz de ignorar al venerable palo’e mango, me recuerda al dictador de El Otoño del Patriarca, que pretendía vender el mar Caribe en cajas numeradas, para vaciarlo en forma exacta en el desierto de Arizona. Mientras los lectores del mundo alucinan por llegar al lugar del planeta en donde se encuentra Macondo, que bien podría coincidir con las piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos, por las que se precipitan las aguas diáfanas del río Guatapurí, cuyo rumor cantarino corre en las canciones vallenatas acorde con las páginas de Cien Años de Soledad, la autoridad del gobierno municipal corta esas piedras para enlozar las míticas calles polvorientas de Macondo y venderlo a los turistas en una plaza desértica.

Lo que ha de ocurrir con el tiempo es que esos turistas delirantes que vienen a conocer a Macondo se hallen en ese lugar, pero muchos años después que fue fusilado el coronel Aureliano Buendía, y hoy yace en el cementerio de la plaza, cosa que no ocurrió en la realidad mágica de la novela; o segundos de ocurrido el momento profético en que un viento bíblico arrasa a Macondo, con la vergüenza de Caín por haber perdido su segunda oportunidad sobre la tierra.

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