Abrir y cerrar su "discurso" con la palabra Petro es su dinámica, no hay más, es lo único que "ofrece" para disfrazar su —escasez discursiva y su nulo conocimiento de geopolítica—.
En el universo paralelo donde Vicky Dávila gobierna desde su micrófono, Gustavo Petro ya es un recuerdo borroso, como un mal verano o una novela de medio pelo. Desde allí, en su república de fantasía, Vicky envía propuestas como quien lanza botellas al mar: reformar todo, pero sin tocar nada; cambiar todo, pero para que nada cambie.
"Petro no tiene más", proclama ella, como si fuera el oráculo de una democracia que solo florece en los sets de televisión. No tiene más margen, más simpatía, más gobernabilidad... según el focus group de sus colegas de opinión. Pero afuera, en ese pequeño detalle llamado realidad, Petro sigue en la Casa de Nariño y Vicky sigue soñando con la restauración mágica de un país donde los presidentes son obedientes y los periodistas son voceros de la nostalgia.
Sus propuestas son verdaderos "actos de fe": convocar a los buenos (que curiosamente son los mismos de siempre), depurar la política (pero sin tocar a sus familiares el clan Gnecco y a sus amigos ) y devolverle al país ese aroma a naftalina que tanto extrañan algunos.
Vicky no critica un gobierno: añora un país que ya no existe, si es que alguna vez existió. Y mientras ella le escribe cartas a su lejano gobierno ideal, la vida sigue, la historia avanza, y la realidad, terca, se niega a obedecerle.
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