La nostalgia ya no es lo que era: breve reseña histórica de Getsemaní

La nostalgia ya no es lo que era: breve reseña histórica de Getsemaní

La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que la gente las echa en el olvido

Por: Ramón Fortich Mejía
febrero 16, 2023
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La nostalgia ya no es lo que era: breve reseña histórica de Getsemaní

Han idealizado y romantizado al arrabal de Getsemaní, que fue una vez escenario de crueles y sanguinarios enfrentamientos a machetes. Esa historia vergonzosa de atracos, muertes violentas, insalubridad, prostitución, caletas de droga, del prostíbulo a cielo abierto y cerrado que una vez fue la calle de la media luna, no lo puede omitir el guía de turismo en su discurso de inglés machacado, ni en su estentórea perorata caribeña; es parte de la evolución del barrio y de la agenda del recorrido turístico, además de un componente esencial de una memoria colectiva que debe preservarse.

Nueva York no se avergüenza ni se enorgullece de su pasado violento, tampoco lo maquilla (sugarcoat) ni lo oculta. Lo incluye en la narrativa del lugar a través de documentales (fear city), libros, películas (A Bronx Tale, Gangs of New York de Martin Scorsese) y breves reseñas del tema en sus excursiones turísticas. Otro ejemplo es el del relato estremecedor e infame de la Operación Orión, magistralmente narrado por el autor paisa Pablo Montoya, acerca de los eventos acontecidos en la comuna trece de Medellín, hoy transformada en atracción turística precisamente por su relato escabroso.

Cartagena no fue caprichosamente nombrada patrimonio histórico y cultural de la humanidad por la Unesco en 1984. La nominación no fue otorgada solamente por ser una ciudad museo, sino también por incluir el patrimonio vivo; la cultura de quienes habitan, o más bien habitaban, tanto el ghetto de Getsemaní como San Diego y Santo Domingo. Afortunadamente, el pálido remanente cultural y de identidad que queda de estos lugares se debe a la estoica terquedad de las pocas familias que contra viento y una creciente marea de servicios públicos e impuestos impagables se han atornillado al barrio y decidido a no vender. Esos escasos habitantes son testimonio fehaciente de esa aciaga época. Lo último que se seca son las raíces, aunque sigan viviendo entre fantasmas como en la fáustica Comala de Juan Rulfo.

Así mismo, como Nueva York y Medellín, Getsemaní debiera de ser la presentación de la memoria colectiva de un arrabal que sufrió la desidia y el desprecio de una élite administradora de la ciudad. Probablemente esa nefasta crónica se convierta en un atractivo más para el turista. Pueden consultar el documental Samir Beetar, el terror de Getsemaní, que, con tinte amarillista, documenta la barbarie que existió en la década de los 60, 70, 80 y finales de los 90 en Getsemaní. Hay mucho material para reflexionar acerca de una época horrenda que contrasta con la imagen idílica de una ensordecedora oquedad histórica que quieren promover a un turismo de chancletas, nonchalant e indiferente a la metamorfosis del lugar.

La transición de un período histórico a otro puede ser difusa, creando la falsa sensación de que todo fue color de rosa. Preferimos, como dice Ernesto Sábato, un pasado edulcorado a tener que confrontar una memoria histórica incómoda que nos exige un análisis menos trivial de un pasado que no queremos volver a vivir, pero sí entender que no se puede eliminar a través del olvido deliberado. Ahí seguirá la sempiterna Plaza del Pozo, hoy agolpada de turistas. Ahí estará la Plaza de la Trinidad, espacio físico que repropone la desinhibición de lo colectivo y lo íntimo: putas, proxenetas y jíbaros a tutiplén forman parte del nuevo paisaje.

Pues sí, hoy se respira tranquilidad, se vive un relativo periodo de sosiego. El antiguo lumpen ha sido diezmado, está cansado y muy viejo para joder. Si no está ad portas de abrazar la parca, la mayoría ya debe de estar deambulando en el séptimo círculo (violencia) del infierno de Dantes, y su relevo es candidato al segundo círculo (lujuria). Si esas paredes inventadas hoy, a veces con gráficos chapuceros, a veces con grafitis artísticos y pintados sin afán —no como los que pintaba Diego Felipe Becerra bajo la presión de las balas oficiales en el norte de Bogotá—, hablaran... ¿Qué murmullos le susurrarían esas paredes, usadas hoy como lienzo, al desprevenido turista? Probablemente, el boceto, la partitura y el guion de violencia que yace debajo de esa capa de aerosol y látex, quizás el soundtrack (banda sonora) de nuestra adolescencia getsemanicense.

"No es que me quiera alabar, pero vencí a los mejores : [...] A Pelota el cantarín, a ése le partí la boca peleando por un balín". Ya Lucho Pérez, de la Sonora Dinamita, en su célebre y extraordinaria composición hacía apología a la incipiente violencia infantil que se gestaba; vaticinaba una ferocidad sin precedentes del monstruo que Getsemaní estaba a punto de parir. En fin, es el único, eso creo, barrio en el mundo que se enorgullece de tener el más hermoso himno que nos define y nos eriza la piel cuando lo escuchamos: Soy getsemanicense. Al escuchar esta excepcional canción siento ese "golpe de reminiscencia" con la misma intensidad con la que me golpean las baladas de Led Zeppelin.

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