La niña a la que el mar le hablaba

La niña a la que el mar le hablaba

Ana M. Galvis llegó a Urabá cuando tenía 4 años y la región estaba en guerra. Gracias a su iniciativa de cambio, los jóvenes han vuelto a creer en Chigorodó

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septiembre 04, 2015
La niña a la que el mar le hablaba

Ella creció viendo a los hombres salir de los cafetales cargados de granos. En Anserma la atmósfera es límpida, una región transparente que le permite a los niños ser felices con muy pocas cosas. Ana María, por ejemplo, nunca necesitó de un teatro para ir al cine. A ella le bastaba el paisaje de su tierra y sentarse en las rodillas de su abuelo para escuchar las historias de esos arrieros paisas que eran capaces de venderle el alma al diablo con tal de que le revelaran el secreto de encontrar tesoros enterrados cuando recién empezaba la conquista de América.

Con un padre ausente, su abuelo sustituyó esa figura. Le inculcó que el mejor juguete que podía tener era el de la imaginación. Muy pronto a la niña las montañas que rodeaban el pueblo le fueron quedando pequeñas y con la mente las fue saltando hasta llegar al país de la cucaña.

Su mundo se destruyó cuando tenía cuatro años. Por una decisión de sus abuelos su familia entera se fue a vivir a Chigorodó. En el 2002, Urabá era una caldera. Los grupos paramilitares azotaban la región. Uno de los primeros recuerdos de Ana María Galvis Herrera fue el de encontrarse, cuando iba a la escuela, con un cadáver hinchado y negro al lado del camino. Los muertos eran incontables, como los ramilletes de banano que diariamente eran exportados a Estados Unidos. Además los cadáveres eran cada vez más jóvenes.

Se quedó sola a los siete años cuando esa caldera que contaba historias y a la que llamaba abuelito se apagó para siempre. Ahora los cuentos se lo contaban los árboles cuando eran movidos por el viento del mar.

Se acostumbró a la humedad asfixiante de la región, a los nuevos amigos, al sonido sordo que hacían las balas cuando eran escupidas. Se acostumbró a todo, menos a los muertos. Es por eso que decide hacer parte del grupo Jóvenes de Chigorodó pensando diferente. Al principio a las reuniones no iba casi nadie, pero como un virus se fue expandiendo el entusiasmo, las ganas de cambiar, hasta el punto que el vetusto salón en donde asistían las primeras veces se les fue quedando pequeño.

Pintaron murales, repartieron volantes, tomaron hojas secas del suelo, escribieron sobre ellas sus más fervientes deseos y, con una vela encendida, las arrojaron al río que baña Chigorodó. Gracias a su grupo Ana María aprendió a amar la cercanía de su pueblo con el de Chocó, la inconmensurable riqueza natural y a los indígenas que habitan la zona.

Cuando la Fundación Mi Sangre realizó su proceso con los Jóvenes de Chigorodó pensando diferente, Ana María supo que todos los sueños podrían hacerse realidad. A sus 17 años ya no es la misma niña taciturna que se sentía extraña entre los platanales y el mar: ahora se ha tragado Urabá y la siente recorrer por sus venas, ahora es una líder de cambio de su Munipio.

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