La importancia de un Congreso plural y abierto

La importancia de un Congreso plural y abierto

Si bien la institución no ha funcionado como debería, pensar en eliminarla o reducirla es contrario a las luchas por la democracia de las Colombias que aún no gobiernan

Por: Pablo A. Castro Henao
mayo 04, 2020
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La importancia de un Congreso plural y abierto

Que "Colombia es la democracia más sólida de América Latina” no es más que una frase hecha con la que se quieren saltar las reflexiones y transformaciones pendientes que muchos sectores del país seguimos esperando. No voy a cuestionar lo obvio y a decir por qué no es la más sólida, quiero cuestionar la idea de “democracia”.

Esta surge en la modernidad como una revolución ante el régimen monárquico que imperaba a nivel occidental. Sin embargo, la democracia que surgió de los procesos emancipatorios como el colombiano no fue perfecta. Basta con señalar que el derecho al voto, principio decisivo de este sistema de gobierno, en Colombia estuvo concentrado por cerca de 150 años en los hombres, y por muchas décadas en aquellos que fueran mayores de 21 años y tuvieran un gran patrimonio económico. Así, este modelo favoreció la consolidación de un Estado que, más que democrático, me gusta llamar empresarial: empresarios criollos fraguaron parte de la gesta independentista y empresarios se apoderaron de la definición de nación; empresarios han sido los gobernantes y empresarios financian las campañas “democráticas” que dejan a las cabezas visibles a su servicio.

Hoy, a poco más de doscientos años después del inicio del periodo “democrático”, vale la pena preguntarse qué tipo de democracia tiene Colombia. Esta tiene más de monarquía que de democracia, en el sentido de que cada cuatro años pareciera que las decisiones de toda una sociedad pasan a estar en cabeza de los caprichos de una única persona, que es solo el rostro visible de un partido y de unos intereses económicos que nunca podrían representar, como tal, a la suma total del “pueblo” al que remite la etimología de la palabra democracia.

Sin embargo, en este régimen que no tendría nada que envidiar a los llamados absolutistas de las épocas monárquicas, la noción de democracia ha ganado fuerza en dicho pueblo. Para el caso de Colombia, valdría la pena hablar de una pluralidad que riñe con esa noción ridícula de pensar que la nación es una sola. Así, las Colombias existentes han adquirido cada vez mayor relevancia en un juego político del que fueron excluidas desde su definición.

Ante el designio de una democracia restringida, se han levantado las fuerzas de muchos movimientos sociales, algunos más organizados que otros, algunos más susceptibles de aceptar la lucha armada como solución a las problemáticas que otros. Desde la Constitución de 1991 ha sido más enfático ese deseo de las otras Colombias por hacer parte del aparataje institucional. El resultado de estas luchas no puede ser más desalentador. Exlíderes guerrilleros comprometidos con la idea de la paz han sido asesinados cuando hacían su camino a ocupar la monárquica figura presidencial. Cientos han sido los líderes que han muerto en esa lucha por hacerse a un lugar en las instancias de gobierno, y miles han sido los que, al margen de los cargos públicos y cansados de padecer la intransigencia de la institucionalidad corrupta, han perecido tratando de convertir la democracia en una realidad viva, de dignidad y derechos, en sus propios territorios.

Pero la idea de una democracia es un buen sueño: es una posibilidad para solucionar los problemas burocráticos y administrativos de nuestra sociedad. Así, contrario a la idea consolidada de que el Congreso sobra, de que debería reducirse o cerrarse, propongo la defensa de la idea de su existencia. Si bien la institución en sí misma no ha funcionado como debería, y a pesar de los niveles de corrupción que maneja en su amangualamiento con el Estado empresarial, no por ello debe ser eliminada. Pensar en reducir el número de congresistas o en su desaparición —ideas promovidas recientemente desde dicho Estado empresarial interesado en cerrar la participación de sus contradictores, y peligrosamente acogidas por la sociedad cansada de la corrupción—, es algo contrario a las luchas por la democracia de las Colombias que aún no gobiernan.

En un país con tantos habitantes, diferencias culturales y sociales, más que una presidencia vale un Congreso, órgano por excelencia de la pluralidad. En las elecciones del 2018, el número de representantes que hablan por esas otras Colombias ha sido el más alto en décadas de supuesta democracia. Es la primera vez en que diversos sectores pueden reconocerse en varias voces y personajes, que pueden sentirse respaldados en sus luchas. Por eso, la circunstancia actual, en la que el Congreso no puede tomar decisiones a nivel virtual y en la que se aplazan las sesiones presenciales, no tiene otro significado que el de una monarquía (la de la gran empresa) que sigue tirando de las riendas para que las otras Colombias, la verdadera democracia, no tomen el control y digan lo que han tenido atravesado en la garganta por más de doscientos años.

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