Al Aeropuerto Internacional de Ezeiza (Argentina) llegaron vario miembros de la familia. Venían de vacaciones, bronceados, con aire de familia feliz. Fue en abril de 2011. Venían de Tahití. No imaginaban que, justo allí, en el hall del aeropuerto, los esperaban agentes de la Policía de Seguridad Aeroportuaria con una orden internacional de captura. Ignacio Álvarez Meyendorff, colombiano, 59 años, alias "Mono" o "Gran Hermano", era requerido por Estados Unidos. Lo acusaban de ser uno de los grandes narcos del cartel del Norte del Valle, socio de Daniel “El Loco” Barrera. Se terminó el descanso.
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Para entender cómo esa familia terminó rodeada de policías en Ezeiza hay que volver al principio. A 2004. Ignacio, entonces ya un nombre importante en el mundo del narcotráfico, decidió que Colombia no era segura. Su mamá había sido secuestrada, sus enemigos crecían, la guerra por la coca seguía cambiando de bandos. Eligió Argentina: un país que parecía lejano, desordenado, amable. Llegó a Buenos Aires y, como muchos otros, se mimetizó con el paisaje de los discretos.
No vino solo. Se trajo a su esposa, sus hijos, su historia. Compró campos, ganado, terrenos en countries como Abril y Nordelta. Fundó empresas. Armó una vida. O una fachada. Porque todo, absolutamente todo, lo hizo con dinero que olía a cocaína. Dinero que viajaba a través de minisubmarinos desde Colombia a Estados Unidos, en operaciones controladas por su hermano menor, Juan Fernando, otro miembro del clan que también se radicó en Argentina, con nombre falso: Luis Arroyo Grueso y con pasaporte guatemalteco.
Mientras tanto, Ignacio disfrutaba de una libertad que parecía eterna. Hasta que lo atraparon y fue Extraditado a Estados Unidos, condenado, desapareció de las noticias. Pero su estela siguió ardiendo en Argentina. El dinero que allí llevó —entre 5 y 8 millones de dólares, estiman— floreció. Compró voluntades, propiedades, nombres. Y dejó herencia.
Por eso, hace un año, el Tribunal Oral Federal N.º 2 de La Plata empezó a juzgar a 26 personas. No sólo contadores y testaferros, sino a la familia entera. La madre de Ignacio, Auria, de 86 años. Su hermano. También investigaron a su esposa. Sus hijos mayores. Las nueras. Un primo. Un sobrino. Todos. El clan Meyendorff.
El pasado jueves —casi catorce años después de la detención de Ignacio en Ezeiza— llegó el veredicto. El juez Nelson Jarazo, en un juicio unipersonal, condenó a Mauricio y Sebastián Álvarez Sarria, los hijos de Ignacio. Ellos pagarán siete años de prisión por lavado de dinero del narcotráfico. También sentenció a la misma pena a María Francisca García Fernández, la primera contadora del clan en Argentina. Para el resto de la familia: cinco años. ¿Poco? Tal vez. Pero mucho más de lo que se esperaba. Porque el juicio estuvo a punto de caerse.
En octubre, los abogados defensores propusieron una probation: tareas comunitarias, pagar una multa mínima, evitar el juicio. Sorprendentemente, el fiscal federal Marcelo Molina —el mismo que debía acusarlos— apoyó la idea. Mientras la Unidad de Información Financiera (UIF), que actuaba como acusadora, pidió 13 años de prisión, el fiscal Molina solo solicitaba tres. El juez no aceptó ni una ni otra petición. Molina ni siquiera asistió a la lectura del veredicto. Y parte de su alegato fue declarado nulo por contradictorio.
La historia de los Meyendorff podría parecer un guion de Netflix. Pero es, ante todo, un retrato dolorosamente real. Una familia del Valle del Cauca que se reinventó en Buenos Aires. Que se disfrazó de empresaria, de ganadera, de respetable. Que enseñó a sus hijos que el dinero se lava como la ropa sucia: sin preguntas y en silencio. Los Meyendorff no eran el estereotipo. No gritaban. Invertían. Y por eso —dicen— fue tan difícil atraparlos.
Las penas no se terminan con los años de prisión. El juez impuso multas millonarias: para los hijos de Ignacio, el triple del dinero lavado; para los demás, el doble. Aún no se sabe cuánto es. Por eso se abrirá un nuevo legajo judicial que intentará calcularlo. Mientras tanto, se ordenó el decomiso inmediato de todos los bienes usados para lavar dinero, que son más de 30.
Hay un departamento en el Chateau Libertador, un campo de 560 hectáreas en Chivilcoy y otro piso de lujo en la calle Sucre, en el barrio de Belgrano R. Una parte visible de ese iceberg de cocaína que emergió por unos años en Buenos Aires.
Ignacio Álvarez Meyendorff, mientras tanto, sigue preso en Estados Unidos. El capo que se fue del Valle del Cauca porque lo perseguían, que se refugió en la Argentina con el fin de buscar tranquilidad y anonimato y la encontró, hasta que la justicia se acordó de él y de paso de su familia, que acaba de caer.