La fe, ese exquisito placebo que nos vendieron como receta para el alma, ha sido durante siglos el detergente con el que la humanidad ha intentado lavar su culpa, su ignorancia y su miedo a dejar de existir. Pero hoy no deberíamos negociar. Hoy no deberíamos "aceptar y respetar todas las creencias" como si fueran condimentos en una ensalada multicultural. Hoy es menester decir, sin paños tibios, que el ateísmo fundamentalista no es arrogancia: es defensa propia.
Porque cuando te dicen que un burro habló, que una virgen parió sin preguntar, y que el universo tiene un gerente omnipresente que te ama, pero te manda al infierno si no lo adulas y lo alabas intensamente, hay dos caminos: te lo crees como un buen feligrés funcional, o abres los ojos y te conviertes en un hereje con criterio.
¿Y qué es el ateísmo fundamentalista? Es el acto revolucionario de no pedir disculpas por pensar. Es decirle a la religión que no, no tiene inmunidad diplomática solo porque lleva siglos repitiendo su guion. Es no tolerar que la superstición tenga fuero, ni que el dogma dicte la ética.
Dicen que la fe mueve montañas. El ateísmo solo pide que no le cobren peaje a la razón para pasar por ellas. Y ojo: no se trata de odiar a los creyentes —aunque muchos se lo ganan sin mayor esfuerzo—. Se trata de dejar de darle privilegios a la mitología por el simple hecho de venir con cubierta dura, con letras doradas e inspirada por un supuesto dios. Se trata de preguntarse por qué una sociedad que ha desarrollado inteligencia artificial sigue teniendo miedo de ofender a un dios con ego de futbolista de élite.
En tiempos donde lo políticamente correcto exige aplaudir incluso la estupidez espiritual con tal de “no herir sensibilidades”, el ateísmo fundamentalista aparece como una herejía necesaria. No para imponer su verdad, sino para recordar que pensar no debería ser delito, y que la fe no es un argumento, es una excusa. En pleno siglo XXI, creer debería ser delito!, ya no estamos en la Edad Media, ni en el siglo de las brujas ni en la era de los santos que curaban lepra con saliva y buena voluntad. Estamos en el siglo XXI: hay vacunas, viajes espaciales, inteligencia artificial... paradójicamente, aún hay gente rezando para que no llueva en Semana Santa. ¿Hasta cuándo?
El ateísmo fundamentalista no es odio al creyente; es odio al privilegio de la ignorancia cuando se disfraza de virtud. Es rabia racional contra un sistema que todavía le da fuero a las supersticiones por el simple hecho de que vienen impresas en papel biblia. Y sí, lo decimos sin rodeos: en pleno siglo XXI no debería estar permitido ser crédulo, y mucho menos premiado socialmente por ello. Creer en dioses invisibles, ángeles custodios y castigos eternos debería estar al nivel de creer que la Tierra es plana o que WhatsApp lo fundó Jesucristo. No es una opinión: es una vergüenza evolutiva.
¿Respeto a las religiones?... Respeto el derecho a practicarlas, pero no al contenido que predican. No respeto ideas que justifican misoginia, homofobia, guerras santas, culpa sexual, pobreza sagrada y esclavitud espiritual. Si su dios necesita un ejército de abogados humanos para que no lo cuestionen, lo siento: eso no es fe, es fraude con marketing milenario. Y no nos vengan con eso de "hay que tener fe". No, no hay que tener fe: hay que tener evidencias. Fe es lo que tienen los estafados justo antes de que les vacíen la cuenta bancaria. La diferencia es que, en este caso, llevan dos mil años pagando con diezmos, miedo y libertad.
Este no es un llamado a la tolerancia: es una declaración de guerra a la mediocridad intelectual. Porque si uno no puede decir en voz alta que todas las religiones son cuentos con presupuesto, entonces no vivimos en una sociedad libre, sino en una cárcel de dogmas con fachada de democracia. La mayor virtud de un ser humano no es la fe, ni la obediencia, ni ese servilismo moral que tanto aplauden los púlpitos. La verdadera virtud, la más revolucionaria, la más incómoda para cualquier religión, es la duda. La duda no mata el alma: la despierta. La duda no destruye valores: destruye mentiras. La duda no aleja de lo sagrado: aleja de la estupidez.
Porque solo el que duda piensa, y solo el que piensa es realmente libre. Creer sin cuestionar es renunciar a la conciencia y convertir la mente en una celda decorada con estampitas. La fe ciega es la mayor pandemia de la historia: ha justificado cruzadas, inquisiciones, genocidios, dictaduras, mutilaciones, sumisiones y, más recientemente, influencers religiosos que cobran por orar.
La fe, esa prostituta milenaria vestida de virtud, no necesita pruebas ni argumentos: solo exige rendición. Y eso es exactamente lo que convierte al creyente en rehén voluntario de su propia cárcel mental. Mientras más cree, menos piensa. Mientras más ora, menos cuestiona. Mientras más espera un milagro, más se pudre su realidad. Por eso, aquí no se exalta la fe como virtud, sino como defecto evolutivo. Un error de fábrica en la especie humana que ha sido romantizado por siglos, como si vivir en negación fuera sinónimo de espiritualidad.
Dudar no es perder el rumbo: es negarse a seguir un camino trazado por otros con los ojos cerrados. Dudar es decirle a la existencia: “quiero saber, no creer”. Y esa, aunque les arda, es la forma más honesta de vivir.
Y no, lo sagrado jamás existió. Ni existirá. Lo sagrado es solo el nombre poético que se le da a lo que no se entiende, a lo que se teme, a lo que conviene no tocar para que el negocio de la fe siga facturando. Lo sagrado es la excusa perfecta para suspender el juicio crítico y someter la razón. Nada es sagrado. Ni los libros, ni los templos, ni las palabras que repiten millones de creyentes como loros con complejo de eternidad. Lo único verdaderamente digno de respeto no es lo que se adora, sino lo que se cuestiona.
Lo sagrado fue un invento útil cuando el rayo era sinónimo de castigo divino. Hoy, que entendemos el rayo, el universo y el genoma humano, seguir adorando lo sagrado es como seguir usando sanguijuelas para curar el cáncer. Así que si la fe es el peor defecto de nuestra especie. Y la duda, la única señal de que aún queda esperanza. Porque si hay algo que debería ser universal, no es la religión. Es el escepticismo.
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