La farsa de la libertad de prensa en la conmemoración de Día del Periodista

La farsa de la libertad de prensa en la conmemoración de Día del Periodista

Los medios pregonan su actuar diáfano, pero su discurso servil y manipulador, al servicio de intereses privados, socava la verdad y la libertad de prensa

Por: Lizandro Penagos
febrero 10, 2025
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La farsa de la libertad de prensa en la conmemoración de Día del Periodista

Los medios de comunicación suelen pregonar en este gobierno más que en cualquier otro que su papel en la democracia es higiénico. Es decir, limpio, transparente, diáfano, y —como si todas esas lindezas fueran pocas— libre e independiente. Ya está bien de tanta deposición. Esa retórica, como bien lo dejó entrever Gerardo Reyes, sirve a lo sumo para escribir apasionados y lacrimógenos discursos para el día del periodista. El desequilibrado ejercicio de la prensa tradicional en nuestro país exacerba el odio, el partidismo y socava la democracia. Su discurso servil, moralista, juzgador y mentiroso, es una prédica impostada, contraria a su práctica cotidiana.

Un discurso lleno de comodines del lenguaje para crear eslóganes y montar promociones, pero falso de cabo a rabo. Como el que reza: “Estamos cubriendo esta noticia desde todos los ángulos”, o el que utilizó Vicky Dávila, hoy flamante precandidata presidencial, para promocionarse hace unos años: “El periodismo es libre o es una farsa”. Decir que lo anterior es el colmo de la desfachatez no alcanza, pues retomar una frase de un periodista íntegro como el argentino Jorge Rodolfo Walsh, desaparecido desde el 25 de marzo de 1977, es una canallada, una verdadera bellaquería. Razón tenía George Orwell: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”.

Los medios de comunicación son organismos vivos, y como tal, atienden las dinámicas del entorno en el que nacen, viven y mueren, cada vez con más frecuencia. Son negocios —la mayoría de ellos privados— que atienden las lógicas del mercado, de la producción, de los intereses económicos que los fundan, las políticas que los rigen, las ideologías a las que pertenecen y, por encima de todas las cosas, los públicos a los que ofrecen un derecho por el que cobran. Pero es lamentable ver cómo se han plegado a los intereses de sus dueños que como hienas hambrientas aúllan a través de ellos para no soltar su ambiciosa depredación.   

En cada país de Latinoamérica, dos o tres familias —cinco a lo sumo— son las dueñas de los medios de comunicación; o de incomunicación, como sentenciara Eduardo Galeano. Las mismas que en la Colonia trajeron las primeras imprentas. Las mismas que lucharon por la Independencia de sus castas y no la de sus pueblos. Las mismas que hoy difunden la información con sesgo, manipulada, manoseada, acomodada con calculada estrategia, con la intención de provocar una reacción, una caída, una imposición, una percepción, un comportamiento reforzado por las redes antisociales, como comprueba la alianza de los billonarios de la tecnología (Musk, Zuckerberg y Bezos) con el albino y bronceado representante del Tío Sam.

La información no es inocente, ni limpia. La vocación no es de servicio a la comunidad, sino de comercio a través de ella. Los temas gruesos, trascendentales, no están en la agenda de los medios. Llenos de banalidad y espectáculo. Urgencias superfluas donde lo importante no importa, no tiene cabida. No se trata de cambiarle el nombre a las cosas y los hechos, sino de matizarlos con interpretación, análisis y rigor histórico. Todo se ‘espectaculariza’ y nada se contextualiza. Pareciera que la información nace y muere con cada emisión, en cada tema, con cada hecho o suceso, sin antes ni después, sin explicación alguna de las causas y las consecuencias. Como hechos aislados, desarticulados. Informados de todo y enterados de nada.

Los noticieros de televisión han sido arrollados por la ilusión tecnológica. Por el aparataje ilusorio que trasmite la idea de acceso a todo, cuando en realidad no sabemos de nada y estamos en los tentáculos del pulpo mediático que lo determina todo. Y son ellos, sobre todo, los telediarios —por el influjo activo de la televisión y el consumo pasivo y acomodaticio de la misma—, donde el lenguaje sufre los peores embates y los más furibundos desafueros lingüísticos, sociológicos, antropológicos, psicológicos incluso, que dan cuenta del poder y el abuso del poder y cómo este es producido y reproducido por el texto, la imagen y el habla.

La realidad, —todos deberíamos saberlo— es una construcción del lenguaje, cada grupo nombra y renombra las situaciones y las cosas, en procura de construir una imagen propia y deconstruir la del otro a expensas de sus intereses. A eso Yuval Noah Harari, autor israelí de libros como Sapiens y Nexus, le llama relatos y los reclasifica en tres ámbitos: la realidad objetiva, la subjetiva y la intersubjetiva. Hace parte de la vieja estrategia de dominación discursiva. Y en esa dinámica, han caído no solo todos los actores armados, legales e ilegales, sino la sociedad y los medios. Hoy los medios hacen abierta oposición y son contraparte, fungen como adversarios, no ejercen como vigías, sino como refractarios del poder en ejercicio.

Bien lo escribió Alfredo Molano: “Necesitamos un periodismo que nos permita entender nuestra tragedia y nuestros sueños”. Lo anterior no va a ser posible si siguen —o seguimos— utilizando el mismo lenguaje. No más periodismo de trinchera e incendiario, no más periodismo descarado y descarnado, no más periodismo sin contexto ni revisión histórica, no más periodismo sin investigación y equilibrio, no más periodismo hegemónico y de propietarios, no más periodismo carroñero e incendiario, no más periodismo militante y de reacción, no más del periodismo que prostituyó el oficio y está acabando con la profesión.

El tipo de periodismo que se hace hoy en Colombia, puede que prenda televisores y venda periódicos, pero no ayuda a construir nación y tampoco aporta en la búsqueda de la paz. Hace el mandado al dueño del poder económico, eso sí. Porque el negocio no es que los vean o los escuchen o los lean, el negocio es que les crean y con eso acumular capital electoral y politiquero. Y si se les critica, saltan a denunciar que se les coarta la libertad de expresión o de prensa o de información. Por eso Colombia aplica la frase: “Solo los muertos conocen el fin de la guerra”. No es una cita de Platón, sino de George Santayana, pero el general Douglas MacArthur se la atribuyó al filósofo griego en un discurso y desde entonces el error se ha perpetuado. Es la fuerza del lenguaje, del discurso, del relato.

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