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En este país donde el dedo acusador siempre apunta hacia el presidente Gustavo Petro —lo acusan de todo, desde conspiraciones imaginarias hasta cataclismos que no controla—, hay un silencio ensordecedor cuando se trata de los medios de comunicación y de sus figuras más tóxicas. ¿Quién fiscaliza a quienes se han erigido en inquisidores mediáticos? ¿Quién pone en su lugar a las vendedoras de odio con fuero de opinión, como María Jimena Duzán entre otras?
Duzán, otrora crítica del régimen, hoy opera como su agente más feroz. Se presenta como la voz de la conciencia nacional mientras ejerce un periodismo a la carta, funcional a los intereses de la élite que tanto dice despreciar. Desde sus columnas y pódcast, ataca con saña a Petro, a su familia y a cualquiera que lo rodee. Lo hace con ese estilo afilado que antes usaba contra el uribismo, pero ahora al servicio del mismo aparato que antes denunciaba.
No es nuevo. En repetidas ocasiones ha lanzado insinuaciones maliciosas, como cuando —sin pruebas concluyentes— dio eco a rumores sobre la vida personal del presidente, o cuando sugirió conflictos éticos y morales en el entorno familiar de Petro, basándose en “fuentes” que nunca muestra. ¿Qué pasaría si ese nivel de invasión lo ejerciera el Estado sobre ella? ¿Gritaría censura?
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Recientemente, en su pódcast A Fondo, dedicó más de un episodio a reproducir la narrativa del “gobierno errático”, del “autoritarismo disfrazado de cambio” y del “caudillo populista”, como si repitiera en clave progresista los viejos mantras de Semana o RCN. Y lo más preocupante: interrumpe, ridiculiza, insinúa sin decir del todo. No informa: sentencia. No investiga: condena.
El periodismo, cuando se ejerce con responsabilidad, es un contrapeso democrático. Pero cuando se practica con la lengua viperina de quien se siente impune, se convierte en un poder paralelo, tan arbitrario como el que dice combatir. Y eso es lo que hoy encarna Duzán: una operadora del micrófono, protegida por el prestigio que alguna vez mereció, pero que hoy usa para justificar su cruzada personal.
No se trata de exigirle silencio, sino coherencia. Que quien se dice defensora de los derechos, de las garantías, de la verdad, no sea la primera en pisotearlos con cinismo selectivo. Porque mientras todos vigilan al presidente, nadie vigila a quienes han convertido el oficio periodístico en una trinchera política donde la ética es una excusa y no un límite.
Y si de democracia hablamos, recordemos que también hay dictaduras que no se imponen con tanques, sino con titulares.
Las intervenciones de María Jimena Duzán demuestran cómo se puede ejercer un periodismo agresivo, sin evidencias, amparado en indulgencia mediática y un discurso moral. Interrumpe, insinúa, interpela a Petro y su entorno sin pruebas concluyentes, y se ampara en este estilo agresivo como si fuera un derecho inalienable.
Mientras se exige rigor al presidente, ella ejerce una forma de autoritarismo simbólico, arrogándose un micrófono para operar como juez moral. Si hay un deber de vigilancia democrática, también debe aplicarse a quienes practican este periodismo de espada y tenebroso signo.
¿Acaso el odio de la señora Duzán es porque no la nombraron en algún cargo en el Gobierno Petro?
¿Qué cargo, presuntamente, quería la señora Duzán? ¿Acaso jefe de prensa? A Duzán le pasa idénticamente lo que al excanciller Leyva, ella utiliza el micrófono para escupir odio, el otro lo hace mediante pasquínes, en la realidad parecen hermanos siameses, actúan de la misma forma, para que el resultado sea idéntico.
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