La erección de Petro y la espada de Bolívar como fetiche de poder

La erección de Petro y la espada de Bolívar como fetiche de poder

Este Primero de Mayo, Petro convirtió la espada de Bolívar en su falo simbólico: una extensión de poder con la que disfraza su impotencia política real

Por: Diego Fernando Ojeda Casanova
mayo 02, 2025
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La erección de Petro y la espada de Bolívar como fetiche de poder
Foto: Presidencia

Este Primero de Mayo, mientras el mundo conmemoraba el día del Trabajador con marchas por salarios justos, en Colombia hicimos lo nuestro: convertir la Plaza de Bolívar en un escenario de cosplay político. Veinte mil indígenas, no con taparrabos, pero sí con jugosos contratos por parte de sus caciques, vimos desfilar entre arawacos, awás, los insistentes bloqueadores de carreteras del CRIC y hasta unos “indios de Cleveland” que con bates en mano, confundieron el estadio con la plaza— se apostaron frente a la Catedral, listos para batear la narrativa oficial. Llegaron a rendirle culto no al trabajo, sino a la espada. La de Bolívar, claro, pero sobre todo la del presidente. Su falo simbólico. Su vara sagrada de autoridad, la amenaza del Yepes y el fondo de pantalla del celular del presidente de Ecopetrol.

Porque seamos sinceros, lo de Petro con las espadas ya no es épica, es obsesión. Una especie de priapismo ideológico que se manifiesta cada vez que agarra el acero libertador como quien desenfunda un consolador nacional. Y sí, puede sonar vulgar, pero más vulgar es ver a un presidente gobernar con símbolos fálicos en lugar de políticas públicas.

Freud se revolcaría de placer analítico con este caso. Petro no solo se apropió de la espada de Bolívar en su posesión, también rescató la de Yepes en Panamá. ¿Para qué? Para completar el catálogo fálico con el que disfraza su impotencia ejecutiva. Cada espada es una prótesis de poder. Un báculo simbólico. Una extensión de su ego bolivariano que necesita reafirmarse a punta de acero templado.

Y si la cosa fuera solo simbólica, vaya y venga. Pero su excanciller Álvaro Leyva —ese franciscano con lengua de látigo— dejó caer una perla: que el presidente no gobierna sobrio. Que en Palacio hay más humo que en un ritual indígena, pero sin sabiduría ancestral. Y que la espada no es lo único que Petro ha desenvainado en su vida.

En otras palabras, tenemos un presidente con pasado (y quizás presente) de adicción, disfrazado de Bolívar, agitando espadas como si cada una pudiera compensar las cifras que no levanta en la economía. Una mezcla entre Santiago Miranda (El protagonista de la película “Bolivar soy yo” y el meme viviente de “yo desenvainando la espada porque el genio interpretó mal mi deseo”.

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Porque claro, uno pide un líder que combata la desigualdad, y aparece Petro, desenvainando la espada. No para cortar la pobreza, sino para cortarle la cabeza a la historia crítica, a la prensa libre y al disenso político. Y así nos deja a todos, como el meme: confundidos, entre la risa y el espanto.

Mientras tanto, los indígenas que lo acompañan, muchos de ellos abandonados por el Estado, son convertidos en extras del espectáculo. A cambio de licor, arengas y un tiquete en chiva, marchan por una espada que no les libera ni les sirve. A algunos líderes les va mejor: cobran con contratos estatales. ¡Cambiazo digno de Colón! Oro por espejos, arengas por aguardiente.

Y ojo con la historia, Bolívar no fue exactamente un santo. En Pasto, fue más genocida que libertador. Él mismo pidió “aniquilar” a los pastusos. Pero Petro, atrapado en su cosplay libertario, no solo ignora esa parte; la repite. Reescribe el relato, impone su versión, cancela la crítica. Todo con espada en mano y discurso en alto.

Porque cuando un presidente ve en la espada su virilidad política, no busca liberar, busca dominar. No gobierna: actúa. No lidera: interpreta un papel. Y si además el libreto está escrito bajo efectos psicoactivos, entonces el guion deja de ser tragicómico y pasa a ser peligroso.

Así vamos, con un presidente que no suelta el falo histórico, que convierte cada aparición en una alegoría fálica, que colecciona espadas como otros coleccionan traumas, y que, si pudiera, mandaría a tallar una nueva espada con su nombre, su cara, y su cuenta de Twitter.

La espada de Bolívar no ha sido devuelta porque ya no es una espada, es la erección simbólica del poder de Petro. Un símbolo que no representa libertad, sino su obsesión con poseer la historia. Y como buen fetiche, ese no se presta. No se esconde. No se guarda.

Ni siquiera cuando el genio se equivocó…

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