La dura realidad de ser profesor universitario en tiempos de pandemia

La dura realidad de ser profesor universitario en tiempos de pandemia

Muchos aplauden la virtualización de la educación, pero esta esconde un trabajo fantasma abnegado, sacrificado, fatigoso y mal pago. ¿Cómo cambió la labor docente?

Por: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
octubre 14, 2021
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La dura realidad de ser profesor universitario en tiempos de pandemia
Foto: Pixabay

De unas semanas a esta parte, se ha visto un gracioso tipo de autopropaganda en los mentideros universitarios colombianos, aquella de una pretendida loable labor de fomento de la digitalización y virtualización de la educación concomitante, como si se tratase de un milagro logrado en exclusiva merced a la inversión de cuantiosos recursos por parte de las administraciones correspondientes. Empero, los hechos son tozudos si reparamos en el principio de realidad con ojo avizor habida cuenta de que tras semejante milagro, lo que subyace es una proporción no desdeñable de trabajo fantasma por parte de un profesorado abnegado, sacrificado y comprometido; es decir, el sector del profesorado universitario que aún cree en su labor y procura persistir en el tajo pese a las ingratitudes y desencantos que jamás faltan. En todo caso, el pretendido milagro de marras es algo por el estilo de otro pretendido milagro, a saber: el del programa del bioetanol en Brasil para mantener boyante el parque industrial y automotor, milagro solo posible gracias a la explotación inmisericorde de los cortadores de caña.

En efecto, el trabajo fantasma de los profesores que procuran hacer su labor en el contexto impuesto por esta pandemia aún en curso tiene su amplia expresión ante los gastos cuantiosos en la forma de adquisición, de su propio peculio, de mejores computadores y accesorios, con procesadores de más alto turmequé y más amplias prestaciones, amén del tiempo cuantioso dedicado a la búsqueda y selección de buenos materiales educativos en la internet, a la atención de consultas de estudiantes y la calificación fatigosa de exámenes y trabajos, una labor que, en todo caso, consume hasta los fines de semana y otros periodos que deberían dedicarse al descanso a fin de reponer fuerzas; una labor que no suele reconocerse y agradecerse como se debiera. De aquí que no sorprenda que, incluso desde mucho antes de la pandemia, haya descendido en picada el número de vocaciones docentes en Colombia y el resto de Latinoamérica, pues, al fin y al cabo, ¿quién desea ser docente en unas sociedades que retribuyen mal la labor correspondiente, tan mal que los salarios correspondientes apenas son mera calderilla? De facto, no han escaseado en estos meses las noticias de profesores fallecidos por covid-19 al haber quedado infectados en el cumplimiento de sus labores.

Más aún, se trata de un problema de vieja data según puede apreciarse en la literatura, como, botón de muestra, en El maestro de escuela, obra de Fernando González Ochoa, o en un libro reciente, El maestro en la trinchera, ensayo pergeñado por el filósofo español José Sánchez Tortosa. Con el tiempo, he acopiado numerosos testimonios de profesores jubilados que apuntan en la misma dirección. En suma, Colombia es un país que contrasta a propósito de esta problemática con, digamos, un país como Finlandia, el cual procura formar y reconocer bien a sus cuadros docentes. En cambio, en las universidades colombianas suele ser típico que un profesor que desee cursar estudios de posgrado en educación enfrente la resistencia y hostilidad al respecto. De hecho, conozco casos de docentes que han cursado estudios tales sin contar ni con una pizca de tiempo de descarga para que puedan dedicarse con alguna calma al respecto.

Si a todo lo anterior le añadimos la declinación del respeto a la autoridad por parte de la juventud actual, salvo por las excepciones que todavía no faltan, cabe entender todavía más porqué las vocaciones docentes se desvanecen como la nieve al Sol. Por cierto, esto me hace venir a la mente una película de Cantinflas en la que el célebre comediante mexicano ilustra bien la precariedad de la labor educativa en el México de su tiempo, situación que, por supuesto, no ha cambiado. Esto es más irónico si tomamos en cuenta que un profesor propiamente dicho maneja dos dimensiones de la autoridad: la deontológica y la epistemológica. Así las cosas, si reparamos en los lúcidos diagnósticos plasmados por José Sánchez Tortosa en el libro antedicho, tampoco cabe sorprenderse de la declinación de la capacidad intelectual de las generaciones más recientes si se hace la comparación con sus progenitores, un fenómeno abordado en todo detalle por el neurocientífico francés Michel Desmurget.

Cuando iniciaba esta pandemia, no faltaron las declaraciones ingenuas de muchos en cuanto a que la misma podría sacar lo mejor de la gente para afrontarla hombro con hombro. No obstante, los hechos son tozudos al mostrar más bien lo contrario, manifiestos, en parte, en el egoísmo internacional para la distribución de vacunas y las puestas en marcha de esfuerzos mancomunados para las campañas de vacunación. Así mismo, a estas alturas, salta a la vista la fatiga que el teletrabajo y el trabajo en casa ha causado en no pocos docentes el síndrome, o fatiga, de Zoom y cuestiones afines, máxime por tratarse de una labor que siempre ha sido desgastante y, como ya dije, malagradecida. De facto, no debe sorprender que muchos de quienes suelen acudir a instituciones mentales por problemas psicológicos diversos procedan de este gremio. Por algo Fernando González Ochoa concibió El maestro de escuela, todo un cable a tierra. Sencillamente, el quehacer educativo no es una Arcadia.

Para concluir, tan solo añadiré que, como toda regla suele tener su excepción, no faltan en la labor docente las personas agradecidas al respecto, los antiguos alumnos gratos que permanecen enhiestos e incólumes al respecto, cual recordatorios refrescantes en cuanto a que la ética aún no ha desaparecido, que queda alguna semilla que, más adelante, bien podría fructificar.

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