Jim Carrey, el ídolo de la comedia, hundido en una depresión

Jim Carrey, el ídolo de la comedia, hundido en una depresión

Desde el suicidio de su novia el cómico no es el mismo. La culpa, los antidepresivos y el alcohol lo están apabullando

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mayo 13, 2017
Jim Carrey, el ídolo de la comedia, hundido en una depresión

Cuando era niño se acostumbró a dormir con un par de zapatos de claqué puestos. En la mitad de la noche era usual que lo despertaran los gritos de su madre arrinconada por su padre quien nunca se cansó de pegarle. Lo único que podía calmar al hombretón era la gracia del pequeño Jimmy bailando tap. Corría hasta el tocadiscos, ponía a girar cualquier longplay y, mientras la música retumbaba en la casa Jimmy bailaba y hacía carantoñas. El hombre no podía dejar de reír y dejaba por fin en paz a su esposa. Desde ahí le cayó sobre su espalda el pesado yunque de verse obligado siempre a agradar.

Hubo un tiempo en el que pensó que nunca se podría ganar la vida siendo un payaso. Después de ser rechazado, por enésima vez, en un pequeño club de Boston en donde pensaba hacer su numerito, tomó un cheque sin fondos y escribió una cifra: 10 millones de dólares. Eso era lo que algún día le pagarían por su gracia infinita. Inquebrantable probó suerte en Canadá. En un carro alquilado iba por la carretera con su traje amarillo intentando hacer reir. No lo conseguía. Le decían que no era más que una burda imitación de Jerry Lewis. Al cabo de cinco años vendría la venganza: En La Máscara, la película que protagonizó junto a Cameron Diaz y que lo lanzó a la fama, se vistió con su traje amarillo y el mundo literalmente enloqueció cuando se puso a bailar mambo con su cara de guasón hiperkinético. La revancha no se quedaría ahí. Cuando en 1995 firmó el contrato para hacer Tontos y mas tontos le pagaron 10 millones de dólares. La cifra se duplicaría al protagonizar, junto a Mathew Broderick, la oscurísima, extraña y genial Cable Guy. De esa película nos queda su delirante versión de Somebody to love, el clásico de Jefferson Airplane

En los noventa Jim Carrey era el rey de la taquilla. Pelìculas como Mentiroso Mentiroso y Ace Ventura lo hicieron el favorito de la generación X. Súbitamente, en 1999, quiso darle un giro a su carrera, aceptó el proyecto del eminente director Peter Weir titulado The Truman show. La crítica se rindió ante su actuación en incluso muchos pensaban que sería un seguro nominado a los Premios Oscar. No fue así y algo hizo click en la cabeza de Carrey.

Empezó  a volverse adicto a los tranquilizantes. La vieja costumbre de dormir con los zapatos de Claqué y con un ojo abierto empezó a pasarle factura. Ya no frecuentaba las discos ni los restaurantes de moda. Se volvió taciturno. Sus relaciones, como la que sostuvo con Renée Zellweger, mejor conocida como Bridget Jones, eran erráticas. Su bipolaridad empezó a exacerbarse. Su obsesión por el encierro lo llevó a identificarse con Howard Hugues. Quería producir una película sobre el extravagante productor cinematográfico que terminó sus días encerrado en un cuarto a donde no salía ni para hacer sus necesidades pero llegó Leonardo Di Caprio acompañado de Martin Scorsese y le quitó el proyecto de las manos. El aviador, a la larga, terminó siendo un fracaso. Su mal humor no le quitaba lo buena persona. Cuando se enteró que el rapero Tupac Shakur estaba preso le enviaba videos y cartas solo para hacerlo reir.

El hoyo negro en el que estaba metido se agravó con los años. Sus dos últimas participaciones, Dos tontos muy tontos y Kick Ass se vio sólo como si fuera una triste imitación de él mismo. Sostuvo una relación con la maquilladora Cathriona White que terminó muy mal. Convivieron durante los tres años en los que Jim Carrey literalmente se volvió loco.

Su relación era un continuo ir y venir en donde Carrey decidía terminar cada vez que se le daba la gana. Las reconciliaciones solían ser fastuosas e incluían viajes a algún lugar paradisíaco en la Polinesia o millonarios relojes de Cartier

Unas noches podía ser el hombre más encantador y en otras la evadía y le decía que le daba asco su presencia. Se encerraba con llave en el estudio de su mansión de Malibú y allí, sentado frente a una estatua de Buda de dos metros, rezaba compulsivamente. Durante horas Cathriona, deshecha en lágrimas, escuchaba las plegarias dichas en una extraña combinación de inglés con un idioma inventado por el propio comediante. Cuando salía del cuarto, lívido y abstraído, daba órdenes como si se tratase de Dios mismo. A Cathriona el único camino que le quedaba era obedecer.

En esos tiempos felices el Prozac lo ayudaba a estabilizarse. Tenía la rigurosidad para aprenderse los guiones y para practicar, frente a un espejo y durante horas, todos esos gestos que lo convirtieron en el actor más taquillero de finales del siglo XX. Todo esto terminó cuando dejó de tomar el tranquilizante y empezó a auto recetarse con medicina alternativa. Entonces aparecieron las extravagancias como llegar a una fiesta en la casa de Elton John con unos zapatos en forma de pie de Hobbit, llevar a su perro tres veces por semana a recibir masajes por un especialista que le cobraba 20 mil dólares por sesión o hacerle esta desmesurada declaración de amor a Emma Stone.

La chica no aguantó más y en septiembre del 2015 se suicidó con 30 antidepresivos que le habían recetado a Jim. Desde ese momento el cómico apenas se ha dejado ver. Los pocos amigos que le quedan tienen una preocupación: que no le vaya a suceder lo mismo que a Robin Williams. La depresión de los cómicos suele ser profunda, escabrosa. Jim Carrey no está nada bien y los que amamos las películas lo sentimos en el alma.

Jim Carrey, el ídolo de la comedia, hundido en una depresión

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