La denuncia moral de una torturada
Opinión

La denuncia moral de una torturada

Aquel fue un hecho de locura colectiva en el que salimos lastimados, incluso los que todavía no habían nacido

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noviembre 07, 2015
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Me atrevería a decir que por estos días, ningún colombiano ha dejado de estremecerse con la información que se publica sobre la toma del Palacio de Justicia. Ni los jóvenes que no habían nacido en ese entonces, ni los guerrilleros que hoy sobreviven, ni los rehenes que se salvaron, ni las familias, ni los que presenciamos las aterradoras imágenes del edificio en llamas, de las tanquetas derribando la puerta, ni los que oímos los desgarradores ruegos de Reyes Echandía, los que vimos los helicópteros sobrevolando el edificio, los militares en el techo, las personas que lograban salir en medio de la confusión, entre el humo y las balas. A pesar de los treinta años transcurridos es como si el tiempo no hubiera pasado, como si las cosas estuvieran sucediendo otra vez frente a nuestros propios ojos.

Son muchos los interrogantes que quedarán sin respuesta a pesar de las investigaciones, de los nuevos testimonios y de los descubrimientos sobre la suerte más personas que estuvieron allí. Entre ellos, si la tortura hace parte de los procedimientos militares. Sabemos que lo es de la delincuencia común y de la guerrilla.También, que la tortura ha hecho parte de los organismos de seguridad del mundo entero a través de la historia, así que se pueden sacar conclusiones...

Cada nuevo testimonio despierta indignación y miedo. Porque a partir de ese momento hemos vivido con la convicción de que lo ocurrido a personas como la en ese entonces estudiante de derecho Yolanda Sandoval, podría ocurrirle a cualquiera. Bastó que la mala suerte la tuviera allí, en un baño, cuando se oyeron los primeros disparos. Su historia es el testimonio del dolor que el ser humano puede causar en otros. Homo homini lupus, el hombre como lobo del hombre. Y para que este instinto animal  despierte bastan el miedo, el ansia de poder. Esto nos hace pensar lo cerca que estamos a nuestra naturaleza salvaje, a la parte menos humana de nuestro ser. Algo que no tiene excusa, mucho menos en personas que dicen llamarse civilizadas, que han recibido una educación y gozan de los privilegios de su posición en la sociedad. Basta pensar en los nazis y lo que fueron capaces de hacer quienes se decían amantes del arte, de la música, de la literatura, lo cual no bastó para impedir que sometieran a millones de seres humanos a los más crueles padecimientos.

Quienes torturaron a Yolanda y a su amigo Eduardo Matson, tampoco eran unos hombres en estado de naturaleza —como diría Rousseau, quien, valga la pena aclararlo, consideraba que solo el hombre salvaje podía ser bueno—. Pero tenían la pericia para saber de qué manera podrían doblegar su espíritu sin que llegara a perder la vida, de rebajarla a un guiñapo humano con la idea de hacerle confesar algo que no era. Desde la parafina hirviendo para hacerle la prueba y saber si había disparado un arma, hasta cortarle el pelo, vendarle los ojos, amenazar con quitarle la vida, atarla a una cama, y lo que para ella debió de ser lo más doloroso, negarse a creer en su identidad, reduciéndola a la más humillante impotencia.

Yolanda se refiere a sus torturadores como a los fantasmas que no quiso ver, con el convencimiento de que arruinaron su vida. Hoy se siente estigmatizada aunque no lo esté, se siente culpable aunque no lo sea, se siente vulnerada, sin posibilidades de llegar a un olvido reparador. Confía en que las entrevistas que ha concedido sirvan para que el país tome conciencia y las cosas no vuelvan a ocurrir. Sin duda su testimonio, como los  de los hijos de los magistrados, los de quienes salieron de allí con vida, los de los guerrilleros y los militares, deberían ser una advertencia de lo que somos capaces, y frenar la violencia. Pero, ¿cuándo la experiencia de los horrores de una guerra ha servido para que no haya otras?

Ojalá el testimonio de Yolanda tuviera el efecto deseado. Que la tortura no volviera a ser un lugar común en Colombia. La del secuestro, la de los desaparecidos, la de los niños reclutados a la fuerza, la de sus padres. La tortura sicológica que se vive al interior de las familias, la que destruye la integridad de los integrantes de tantas parejas, la que viven los injustamente condenados, los perseguidos políticos.

En la toma del Palacio todos perdieron la razón. Los guerrilleros y los civiles, los desaparecidos, los torturados. Los altos mandos militares que hoy cargan con el peso de la culpa, el presidente Betancur, su ministra de Comunicaciones, los que se alejaron de los hechos para mirar el partido de fútbol a cambio de las noticias que dejaron de transmitirse. Aquel fue un hecho de locura colectiva en el que salimos lastimados, incluso los que todavía no habían nacido. Una batalla entre lobos y personas inocentes quienes, como Yolanda, llevarán a cuestas el peso de esos días.

¿Hubo ganadores? Por supuesto que sí: la mafia. Porque esos hechos de violencia se relacionaron con tantos otros en el pasado, hasta que por fin a Pablo se le cambió la constitución, se le construyó su cárcel spa, se le concedió lo que quiso pedir. Afortunadamente, no supo aprovecharlo.

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