Hannah Arendt se revuelca en su tumba al saber que pensar es un crimen en la era de TikTok

Hannah Arendt se revuelca en su tumba al saber que pensar es un crimen en la era de TikTok

La censura social ha reemplazado al debate real, donde el miedo a ofender aniquila la libertad de expresión. ¿Qué queda del pensamiento crítico?

Por: Ramón Orlando Correa Fuentes
marzo 06, 2025
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Hannah Arendt se revuelca en su tumba al saber que pensar es un crimen en la era de TikTok

Si Hannah Arendt viviera hoy, seguramente no necesitaría escribir La banalidad del mal. Bastaría con abrir Twitter. En su análisis del totalitarismo, Arendt explicaba cómo la obediencia ciega, más que la maldad en sí misma, permitía que los sistemas opresivos funcionaran. No porque la gente creyera en lo que hacía, sino porque era más fácil seguir la corriente que arriesgarse a pensar.

Hoy no hay un gran dictador imponiendo lo que se puede decir. No hace falta. Hemos creado algo mucho más eficiente: el reino de los hipersensibles, donde el victimismo es un derecho adquirido y la indignación se ha convertido en la principal fuente de entretenimiento. Ya no importa lo que se diga, sino cuántas personas pueden sentirse ofendidas en el proceso. Y como siempre hay alguien dispuesto a ver una agresión oculta en cada palabra, el camino más seguro, como dicen los nutricionistas, es cerrar el pico.

Jürgen Habermas, por su parte, imaginaba una sociedad donde la comunicación fuera racional, libre y basada en el argumento. Seguramente nunca se imaginó un mundo donde la discusión pública se reduciría a linchamientos express y boicots histéricos contra cualquiera que se atreva a cuestionar el guion oficial. Lo que él llamaba acción comunicativa, nosotros lo hemos convertido en una estrategia de supervivencia: decir lo justo y necesario para no terminar en la hoguera digital.

Arendt nos advertía en La condición humana que el espacio público debía ser un lugar de pensamiento crítico y pluralidad. Qué ternura. En la práctica, el espacio público se ha convertido en un confesionario colectivo donde la única opinión válida es la que reafirma el dogma dominante. El disenso ya no es parte del debate, es un acto de herejía. No importa si usted tiene argumentos sólidos o si su postura está bien fundamentada; si su opinión incomoda a la masa, será etiquetado, condenado y desterrado del templo de lo socialmente aceptable. Antes, disentir era parte del pensamiento crítico; hoy, disentir es una provocación imperdonable. No importa si tiene razón, lo importante es no ofender a nadie. Y como ofender es inevitable, lo mejor es, nuevamente, cerrar el pico.

Así llegamos a este momento glorioso de la civilización, donde la libertad de expresión existe… pero con manual de instrucciones. Donde puede decir lo que quiera… siempre y cuando use las palabras correctas, en el orden correcto, con la entonación correcta y después de haber consultado con un comité de expertos en susceptibilidades. Un mundo donde no se valora la precisión semántica ni la rigurosidad en la construcción retórica argumentada; lo fundamental es dorar la píldora, usar el eufemismo que lo dice todo sin decir nada. Ambigüedad absoluta. Porque el problema nunca es la realidad, sino cómo se la maquilla para que no incomode demasiado.

No se trata solo de una teoría abstracta. Existen innumerables ejemplos recientes de personas que han sido expulsadas del debate público por comentarios que, hace apenas unos años, habrían sido considerados simples opiniones. Profesores despedidos por plantear preguntas incómodas, comediantes cancelados por chistes fuera de época, escritores boicoteados por no alinearse con las sensibilidades del momento. En este contexto, la ironía y el sarcasmo son armas peligrosas: el humor ya no es un reflejo de la realidad, sino un delito de pensamiento.

Karl Popper advirtió sobre la paradoja de la tolerancia: una sociedad que tolera lo intolerante termina devorada por ello. Hoy, sin embargo, hemos invertido la lógica: la solución no es argumentar contra lo intolerante, sino censurarlo de inmediato. No se debate con el adversario, se le silencia. No se confrontan ideas, se eliminan. Así, bajo el pretexto de proteger sensibilidades, terminamos justificando mecanismos de censura que en cualquier otra época habríamos considerado autoritarios. Ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario.

Si la censura social fuera solo una moda en redes sociales, el problema sería menor. Pero esta mentalidad ha penetrado profundamente en el ámbito académico y científico. Investigaciones bloqueadas porque sus resultados no encajan con la narrativa aceptada, conferencistas vetados por cuestionar ideologías predominantes, universidades convertidas en burbujas donde el pensamiento crítico es visto como una amenaza. Ya no importa si una teoría es sólida o si los datos la respaldan; lo esencial es que no ofenda a nadie.

Es aquí donde la postura dominante se vuelve un espectáculo de contradicciones. Hay que defender la libertad de expresión, pero no demasiado. Hay que permitir el disenso, pero sin exagerar. Se condena la censura, pero a veces es necesaria. Porque lo importante no es argumentar ni construir ideas, sino quedar bien con todos… sin decir nada que pueda significar algo.

Arendt nos diría que el pensamiento crítico ha sido reemplazado por la obediencia pasiva. Habermas nos diría que la democracia se tambalea cuando el debate real desaparece. Pero, sinceramente, ¿a quién le importa la democracia cuando lo que está en juego es perder seguidores en Instagram?

Bienvenido a la era de lo políticamente correcto. La era en la que la mejor opinión es la que no se tiene.

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