El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos el pasado 20 de enero de 2025, con su retórica de una "era dorada", marca un momento alarmante para la política internacional.
Este evento, más que una simple transición de poder, simboliza la consolidación de un modelo plutocrático-autoritario que glorifica el populismo, y desprecia la diversidad y los derechos fundamentales. La ceremonia estuvo acompañada por figuras representativas de esta corriente, como Nayib Bukele, presidente de El Salvador, y Javier Milei, presidente de Argentina, quienes, al igual que Trump, han construido sus liderazgos bajo propuestas que acuden a los más primarios instintos, miedos y sentimientos de las personas alrededor de la seguridad, la migración, las creencias religiosas, el desconocimiento de derechos, entre otras.
Trump asume el poder desde una posición global de influencia incomparable. Su regreso ha sido acompañado de medidas agresivas que desmontan años de avances sociales en Estados Unidos, desde la revocación de políticas de equidad racial y derechos LGBTIQ+, hasta el refuerzo de políticas migratorias que estigmatizan y criminalizan a los inmigrantes. Desde su primer día, anunció una emergencia nacional en la frontera con México y reinstauró la política “Quédate en México”, endureciendo la represión contra los migrantes, mientras utilizaba términos como “invasión” para justificar su retórica xenófoba. Estas acciones son un regreso a su primer mandato, caracterizado por una constante erosión de los Derechos Humanos, pero ahora profundizadas por el espaldarazo de un Congreso con mayorías republicanas y la acumulación de poder tanto en el poder ejecutivo como en el judicial.
La invitación de Bukele, Milei y otros líderes de la derecha latinoamericana a su posesión no es un gesto menor. Representa un alineamiento simbólico entre líderes que comparten una agenda de exclusión y autoritarismo. Bukele, con su “autoritarismo cool”, ha implementado un estado de excepción que ha llevado a la detención arbitraria de decenas de miles de personas en El Salvador, consolidando su poder al destituir magistrados y controlar las instituciones. Por su parte, Milei se presenta como el estandarte del neoliberalismo extremo, promoviendo políticas que desmantelan los derechos laborales y sociales en Argentina, mientras sus discursos desprecian la diversidad de pensamiento y glorifican una economía que beneficia exclusivamente a las élites. Ambos son ecos del modelo de Trump, donde el autoritarismo se disfraza de eficiencia y modernidad.
En Colombia, el uribismo encuentra en Trump, Bukele y Milei referentes para su propia agenda política. Este sector, encabezado por figuras como María Fernanda Cabal, Paloma Valencia y Miguel Uribe, no ha ocultado su admiración por estos líderes, destacando su capacidad de ejercer “mano dura” y consolidar liderazgos fuertes. Sin embargo, esta exaltación ignora deliberadamente las violaciones a los derechos humanos y los retrocesos democráticos que estos modelos representan.
El uribismo ha construido su proyecto político sobre un modelo autoritario que prioriza los intereses de las élites económicas y políticas, utilizando herramientas estatales y alianzas cuestionables para consolidar su poder. Desde su paso como gobernador de Antioquia y posteriormente como presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez ha estado vinculado a denuncias de colaboración con el paramilitarismo, una relación que permitió el control territorial y social en beneficio de sectores empresariales y agrarios.
Durante su presidencia, estas conexiones se tradujeron en una política de seguridad que, bajo la fachada de combatir a las guerrillas, permitió graves violaciones a los derechos humanos, como los “falsos positivos” y la operación Orión, en la que civiles fueron desaparecidos y asesinados en nombre del orden público. Simultáneamente, escándalos como las “chuzadas” del DAS, que espiaron a periodistas, opositores y magistrados, y el intento fallido de reformar la Constitución para una reelección indefinida, revelan un desprecio sistemático por la institucionalidad y el Estado de derecho.
En el ámbito económico, el uribismo consolidó un modelo neoliberal que promovió la privatización de empresas estatales, la reducción de la inversión en sectores esenciales como educación, salud y saneamiento básico, y la desregulación del mercado laboral, aumentando la precariedad de los trabajadores. Estas políticas, que beneficiaron principalmente a grandes conglomerados económicos, profundizaron las desigualdades sociales y dejaron a millones de colombianos sin acceso a derechos básicos. Este patrón de concentración del poder, desprecio por las garantías democráticas y subordinación de las instituciones públicas a intereses privados, encuentra eco en los liderazgos de Donald Trump y Nayib Bukele, quienes han aplicado estrategias similares para perpetuar su control político y económico, debilitando las democracias y erosionando los derechos fundamentales en sus respectivos países.
El regreso de Trump también trae a la memoria los episodios más oscuros de su primer mandato, como el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, un ataque directo a los principios democráticos promovido por su retórica incendiaria. Este evento, lejos de ser un capítulo cerrado, se erige como un recordatorio del peligro que representa un líder que pone sus ambiciones personales por encima del Estado de derecho. En 2024, Trump fue hallado culpable de 34 delitos, incluidos fraudes y sobornos, convirtiéndose en el primer presidente convicto en asumir el cargo. Pese a esto, sectores de la ultraderecha colombiana continúan viéndolo como un modelo a seguir, ignorando los graves riesgos que su liderazgo autoritario plantea para la estabilidad democrática.
La convergencia de estos líderes autoritarios refuerza una narrativa peligrosa que glorifica la centralización del poder y deslegitima la diversidad y la disidencia. En Colombia, esto se traduce en un fortalecimiento del discurso del uribismo, que utiliza estas referencias para justificar sus propuestas regresivas y su agenda de desmontar los avances logrados hasta el momento por el gobierno Petro.
Frente a este panorama, las fuerzas democráticas en Colombia tienen un desafío histórico. La unidad de los sectores progresistas y de izquierda no es una opción, sino una necesidad urgente para contrarrestar el avance del populismo autoritario. Las elecciones de 2026 serán un punto de inflexión para definir si el país sigue avanzando hacia una sociedad más equitativa y democrática o si sucumbe al modelo autoritario y excluyente que Trump, Bukele y el uribismo representan.
El llamado es claro: las fuerzas democráticas deben articularse en un frente amplio que defienda los derechos conquistados y promueva un proyecto político basado en la justicia social, la diversidad y el fortalecimiento de las instituciones. La democracia no puede darse por sentada. Su defensa requiere un compromiso decidido para resistir las fuerzas autoritarias que amenazan con desmantelarla. El futuro de Colombia, y de la región, depende de ello.
También le puede interesar: La misma historia de siempre: investigación de corrupción salpica a más de 30 Congresistas en Colombia