Gilead
Opinión

Gilead

La ficción con su desobligante entramado eriza la piel de los lectores: “Deglen -la Criada protagonista de este cuento- no dice nada. Reina el silencio. Pero a veces, no hablar es igualmente peligroso”

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febrero 08, 2020
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No hay dudas. Un grupo de hombres armados interrumpió en el Congreso Nacional y asesinó a mucha gente. Más tarde, un atentado con explosivos y metralla en la Casa Blanca indicó que el presidente de la nación ya no lo era. De la incredulidad se pasó al terror y del pánico que produjo el derrumbe de la democracia más antigua del planeta, aún no se reponen sus habitantes más liberales y cultos.

Un gobierno teocrático predomina en toda la nación. Clausurado el Congreso y abolida la presidencia, el paisaje no puede ser otro que el de la uniformidad y la obediencia. Obediencia a Dios como supremo comandante encarnado en un sistema político fundamentalista y puritano.

Había que cortar por lo que más vergüenza -según sus ideólogos- producía esta sociedad de consumo y de avasallador desarrollo que colapsó a la nación y al planeta con su crisis ambiental, climática y demográfica: la libertad de las mujeres.

A partir de ese momento, las mujeres dejaron de ser sujetos de derecho para convertirse en objetos del sistema: como Tías para sostener al régimen con su entrenamiento y doctrina; esposas de los comandantes para edificar a la nueva forma de familia; “econoesposas” para los hombres más pobres; las Marthas para los oficios domésticos; las No mujeres con su infertilidad y tragedia y por supuesto, las Criadas para la reproducción biológica de la especie humana, “matrices con patas, recipientes sagrados y cálices ambulantes.” Las Criadas son las claves de la reproducción: serán obligadas a engendrar con los comandantes y proporcionar los hijos que la nueva familia necesita. Después se desecharán como cuencos inservibles.

 

Las Criadas son las claves de la reproducción serán obligadas a engendrar con los comandantes

 

El instante vivido en la modernidad ahora es solo un recuerdo vago o impreciso como nubarrones a merced del viento. En medio de la opresión, el miedo y la obediencia a la virilidad sagrada de los hombres herederos de los hijos de Jacob, aquellos que iniciaron la purificación de la nación y hoy día son los llamados a gobernar por siempre; por ello, los recuerdos apenas se escapan en medio de los colores del régimen: verde para las esposas, grises en los faldones de las Tías, verde opaco con las Marthas, de rayas rojas, verdes y azules en las econoesposas y el rojo de las Criadas.

Prohibidos los libros, excepto la Biblia orientadora guardada bajo llave. Desaparecido el dinero como medio de intercambio. Proscritas las diversiones, la risa y el pensamiento irreverente. Alargadas las faldas hasta los tobillos, la vestimenta masculina sobria y uniforme, desterrado el maquillaje y la vanidad en los géneros, los negocios como apología al consumo y la lujuria; eliminada la educación crítica y desobligante. A partir de ahora la educación ginecológica será básica y determinante para garantizar la supervivencia de la especie. La rebeldía es castigada con la horca sobre el muro o con destierro tóxico a las colonias.

La ficción con su desobligante entramado eriza la piel de los lectores: “Deglen -la Criada protagonista de este cuento- no dice nada. Reina el silencio. Pero a veces, no hablar es igualmente peligroso.”

Coda: Gilead es un futuro no deseable para nadie, pero estará más cerca y tenebrosamente cierto, si no hacemos algo desde ahora. Ese es el mensaje de El cuento de la criada (Salamandra, 2017), la novela distópica de Margaret Atwood (Ottawa, 1939) escrita en los años 80 del siglo pasado.

 

 

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