La escena política internacional está más convulsa que nunca. Los acontecimientos conflictivos se multiplican con cada día que pasa y en todas las cuatro esquinas del planeta y es difícil decidir cual es el más importante o el más revelador de todos. Yo, a pesar de esta evidente dificultad, me inclino a pensar que, entre todos ellos, los dos más importantes se produjeron el 29 y el 30 de octubre pasado. El primero en Moscú y el segundo en Busan, la ciudad de Corea del sur donde se reunieron por primera vez y después de cinco años de no hacerlo, Donald Trump y Xi Jinping. En la capital rusa, el presidente Putin, anunció que sus fuerzas armadas, habían probado con éxito dos nuevos proyectiles, el Burevestnitk y el Poseidón, cuyas extraordinarias capacidades modifican sustancialmente la relación de fuerzas militares estratégicas existentes entre Estados Unidos y la Federación rusa, en beneficio de esta última. El primero es el primer misil de la historia de propulsión nuclear, una característica que le permite volar por un tiempo indefinido, pudiendo darle completamente la vuelta al globo terráqueo. El combustible nuclear no se agota, como si lo hace el líquido o el sólido del resto de misiles actualmente existentes. Cualquier misil mientras tenga combustible puede volar. Además, su trayectoria puede ser cambiada en pleno vuelo, para eludir los sistemas antimisiles enemigos. En la prueba de ensayo citada por Putin cubrió una distancia de 14.000 kilómetros.
Este misil revolucionario abre, para Washington, un escenario tan inquietante por lo menos, como el abierto en 1962 con la instalación de misiles soviéticos en Cuba, con capacidad de atacar el suelo estadounidense. Un problema muy grave para la defensa antimisiles de Estados Unidos, que para esas fechas estaba diseñada para contrarrestar los misiles soviéticos que utilizarían la ruta polar, la mas corta de las rutas posibles. Los misiles en Cuba obligaban a desplegar las defensas antimisiles también en el sur, en la Florida y en el golfo de México. No sorprende entonces que el presidente Kennedy aceptara retirar los misiles que Estados Unidos había previamente instalado en Turquía, a cambio de que la Unión Soviética retirara los que ya había instalado en Cuba.
El Burevestnik revive e incluso agrava esa pesadilla. Ahora Rusia puede atacar a Estados Unidos desde el norte, el sur, el oriente y el occidente y el carácter de isla del mundo, de país defendido por dos océanos del ataque de sus adversarios, deja de ser una ventaja estratégica y se convierte en una debilidad. Cierto, esa posibilidad ya la habían abierto los submarinos nucleares antes soviéticos y ahora rusos, pero este nuevo misil la potencia de manera extraordinaria. Ya no le hace falta a la Federación Rusa instalar de nuevo misiles en Cuba o en Nicaragua y Venezuela, con el Burevestnik le basta para amenazar mortalmente el flanco sur de Estados Unidos.
El anuncio del presidente Putin de que este misil había sido probado con éxito, nos ha sorprendido incluso a quienes seguimos con atención los principales acontecimientos producidos en el marco que libran en Ucrania, Rusia y el Occidente colectivo. Pero no debió haber sorprendido a Trump, porque Rusia había informado sobre la posibilidad de contar con un misil de estas características por primera vez en una feria de armamentos realizada en Almaty, capital de Kazajstán, en una feria de armamentos realizada en 2016. Anuncio que incluyó y actualizó en el discurso a la nación del 1º de marzo de 2018. Es probable que los servicios de inteligencia estadounidenses hayan tomado nota de estos anuncios y en consecuencia hayan hecho seguimiento de la noticia. Pero es igualmente probable que tanto Trump, pero sobre todo Biden, no hayan concedido la importancia que merecía.
Sea lo que sea que ha pasado, el hecho es que, en mayo de este mismo año, Trump anunció, con el bombo y platillo habitual en sus declaraciones triunfalistas, su decisión de construir una Cúpula dorada que en el gráfico que mostró cubriría todo el territorio continental del país. Los periodistas de los medios hegemónicos, comentaron que dicho proyecto estaba inspirado en la Cúpula de hierro que protegía el espacio aéreo de Israel y que con sus tres capas defensivas superpuestas gozaba de la fama de invulnerable. No tardarían mucho en descubrir que se habían equivocado con esta comparación. En la llamada Guerra de los 12 días, librada por Estados Unidos e Israel contra Irán, la sabia combinación de drones con misiles hipersónicos iraníes, perforó de manera tan eficaz la afamada Cúpula de hierro, que obligó al primer ministro Netanyahu a pedirle a Trump que las fuerzas armadas estadounidenses atacaran a Irán para forzar un alto el fuego.
Este episodio no solo destruyó el mito de la invulnerabilidad de Israel. También mostró lo caro que es el mantenimiento de esta clase de cúpulas. Los misiles y proyectiles empleados por la Cúpula de Hierro para responder infructuosamente a los nueve días de ataque de misiles iraníes costaron más de mil millones de dólares. Y vaciaron a tal punto los arsenales, que Washington se vio obligado a hacer envíos de urgencia a Israel para abastecerlos de nuevo.
Si esto le ocurrió a una cúpula antimisiles que cubre solo los 22 mil y pico kilómetros cuadrados de Israel, piensen lo que le puede ocurrir a la Cúpula dorada propuesta por Trump, que estaría obligada a cubrir los 9 millones 867 mil kilómetros cuadrados del territorio continental de Estados Unidos. El costo de construirlo no solo sería astronómico sino imposible de asumir por la economía estadounidense, a menos que alguien con mando en Washington decidiera seguir el consejo de analistas geopolíticos tan reconocidos como John Mearsheimer o Jeffrey Sachs, de cerrar sus costosas bases en el extranjero y su implicación en interminables guerras en ultramar para centrarse en la defensa del territorio nacional. Algo que, por lo visto hasta la fecha, no va a hacer Trump, a pesar de que se lo prometió a sus votantes durante las campañas electorales que le han llevado por dos veces a la Casa Blanca.
Lo que hizo, inmediatamente después de conocerse el anuncio de Putin sobre la prueba exitosa del Burevestnik, fue anunciar que Estados Unidos reanudaba las pruebas nucleares, interrumpiendo una veda impuesta por el Tratado de prohibición completa de ensayos nucleares. firmado en 1996 por la Federación Rusa con el ejecutivo estadounidense, aunque nunca ratificado por el Congreso. Como ha ocurrido tantas veces. Una decisión muy al estilo de Trump que, aunque se concretará esta misma semana, no con el ensayo nuclear anunciado sino con el lanzamiento en el océano Pacifico del misil intercontinental Minuteman. Misil intercontinental con ojiva nuclear diseñado y construido en la época de la Guerra Fría, que por sí mismo no resuelve el problema de cómo defenderse del Burevestnik. Como tampoco de la amenaza que representa para los intereses del Washington belicista el torpedo Poseidón, nuclear tanto por su motor como por su ojiva. Esta última, capaz de causar un tsunami radioactivo que arrasaría regiones costeras enteras en Estados Unidos. Va a ser usado por una nueva clase de submarinos nucleares rusos, del cual el Jabarovsk, lanzado al agua el 1 de noviembre, es el primer ejemplar.
Los anuncios de Putin influyeron directamente en la cumbre de Donald Trump y Xi Jinping ya mencionada. Trump llegó a la misma a doblegar la mano al presidente chino, como ya había doblegado, en una reunión previa en Tokio, la de Sanae Kaichi, la primera ministra de Japón. Ella le concedió a Trump todo lo que éste le demandó, con la excepción de la prohibición de comprar gas ruso. Indispensable para el funcionamiento de su economía. Trump esperaba que China, amenazada con incremento del 500% de los aranceles a sus exportaciones a USA sino dejaba de comprar gas y petróleo ruso, cedería. No lo hizo para nada. Consiguió, por el contrario, una reducción general del 10% en los aranceles que actualmente penalizan las exportaciones chinas. Y lo hizo a cambio de un par de concesiones. La primera, la reanudación de las compras de soja estadounidense, que China había cortado debido a la jugarreta que intentaron los exportadores estadounidenses con la complicidad de los exportadores argentinos del mismo producto. Ambos trataron de vender a China 300.000 toneladas de soja haciéndolas pasar por argentinas cuando en realidad eran estadounidenses. La decisión china de volver a comprar soja a Estados Unidos es también una forma de castigar a los agroexportadores argentinos por sus marrullas. Se pasaron de vivos.
La otra concesión es la verdaderamente importante porque atañe a los más importantes intereses económicos, militares y geopoliticos de Estados Unidos. Es la que explica por qué Trump se olvidó de la prohibición de comprar de gas y petróleo ruso. Me refiero a las Tierras Raras, cuyo procesamiento y comercialización están prácticamente monopolizados por la República Popular China a escala planetaria. Y que constituyen un insumo indispensable para la producción de los microchips que ahora demanda tanto la industria privada como la industria militar. Ambas cada vez más digitalizadas. El presidente Biden, comprometido hasta el fondo con la política de bloquear el desarrollo tecnológico de la industria china, prohibió la exportación a China de microchips de última generación. Incluso obligó a la empresa holandesa, líder mundial en la fabricación de máquinas impresoras de microchips, que exportara esas máquinas a China. China en respuesta a este bloqueo impuso semanas atrás un control a sus exportaciones de tierras raras. Es consciente de que la prohibición de las mismas causaría un daño incalculable no solo a la industria estadounidense, sino a la industria de muchos otros países.
El Pentágono tiene que emplearse a fondo para producir una nueva generación de misiles hipersónicos, capaz de igualarse con lo de los rusos
El control se estableció con el fin de permitir la exportación de tierras raras con fines pacíficos y de prohibir la exportación dirigida al complejo industrial militar de Estados Unidos. Tanto las que van dirigidas a dicho complejo, como las que este pueda adquirir comprando a terceros países. Este control golpea de lleno los planes de rearme con los que el Pentágono intenta responder no solo a los desafíos planteados por el Burevestnik y el Poseidón, como por la primera generación de misiles hipersónicos rusos, a la que pertenece el Oreshnik, probado con éxito en combate en Ucrania el año pasado. Tiene un alcance de 5.500 kilómetros y su velocidad es de 10 veces la velocidad del sonido, superior por lo tanto a la de 6 veces de los misiles iraníes que perforaron la Cúpula de hierro israelí. Estos misiles han vuelto obsoletos todos los sistemas antimisiles de Estados Unidos, incluidas las afamadas baterías Patriot, actualmente en uso tanto en Ucrania como en Israel. Por lo cual el Pentágono tiene que emplearse a fondo para diseñar, desarrollar y producir una nueva generación de misiles hipersónicos, capaz de igualarse con los misiles hipersónicos rusos. Y los suyos propios, que también China cuenta ya con misiles hipersónicos. Al Pentágono le tomará años descontar la ventaja, afirman expertos en sistemas armamentísticos como Scott Ritter, pero les tomará muchos más si no cuentan con los microchips producidos con tierras raras chinas.
Creo que Xi Jinping era consciente de todos estos problemas, cuando tomó la decisión de aplazar por un año el control a las exportaciones de Tierras raras. Es un año concedido al Pentágono para sus planes de producción de nuevos misiles, pero evidentemente no es suficiente para que descuenten la desventaja que padece. Y es un gesto de buena voluntad que refuerza la invitación que hizo Xi a Trump en la cumbre de Busan de sustituir la confrontación por la cooperación, en las relaciones entre ambas potencias.
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