Escape a Ensenada de Hamaca

Escape a Ensenada de Hamaca

Extrañando a su familia, María José pasaba los días de confinamiento, hasta que un día corrió el riesgo y decidió hacer algo al respecto. Esta es su historia

Por: María José Romero Galván *
abril 30, 2020
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Escape a Ensenada de Hamaca

A diferencia de muchas personas, yo no me encontraba con mi familia en estos tiempos de cuarentena. Por eso, para los días de Semana Santa, corrí el riesgo y me escapé de casa. Posiblemente se definiría esto como un acto de irresponsabilidad, pero necesitaba hacerlo, extrañaba a mis padres. Utilicé las medidas de protección necesarias y viajé el 8 de abril hacia el pequeño y lejano pueblo en el que se encontraban ellos.

Era evidente que al llegar a Ensenada de Hamaca, ese pueblo perteneciente al corregimiento Nueva Lucía, casi perdido en los alrededores de la Ciénaga de Betancí en el departamento de Córdoba, no podía esperar los mismos eventos de los años anteriores y no solo me refiero al virus. En la casa de mis abuelos y en el corazón de mi familia apenas estábamos sobrellevando la muerte de José Felipe Romero, mi abuelo paterno, que era la razón por la que todos sus hijos y nietos viajaban a aquel pueblo del que se destacan sus impresionantes y coloridos atardeceres en verano.

Aunque en aquella casa abundaba un aire de tristeza, mi familia no se dejó consumir por esta. Además, la repentina llegada de algunos tíos mejoró la situación. Todos se pusieron de acuerdo, algunos se encargaron de comprar la comida correspondiente a la fecha, otros de prepararla, pero lo más importante fue que todos hicieron parte de un mismo plan: contar vivencias de sus experiencias en aquel lugar y recordar la larga y productiva vida que tuvo mi abuelo.

A pesar de las constantes noticias y advertencias sobre el virus, en aquel pueblo había paz y poco temor. Aunque por aquellos días de Semana Santa, en los que las horas parecen transcurrir cargadas de tristeza, me hacía evocar el pueblo de Comala, el de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo.

Las tardes eran frescas y coloridas. Mi familia se reunía a la orilla de aquella ciénaga con hamacas, comida para compartir y hablar hasta que llegara el anochecer y el frío nos hiciera volver a casa. Fueron exactamente dos tardes en ese plan. Recuerdo la cara de felicidad de mi papá tomando una fotografía de aquel momento. Desde la muerte de mi abuelo, no habíamos tenido momentos así.

A pesar de la falta de información y orientación oficial respecto al COVID-19, los aproximadamente 250 habitantes de este pueblo, casi perdido en los alrededores de la ciénaga de Betancí, manejaban sus propios horarios, pues al llegar la tarde y terminar sus jornadas los campesinos y pescadores volvían a sus casas, en donde ya no encontraban a los niños que cotidianamente animaban las desoladas calles. No era un acto de temor, era un acto de responsabilidad.

Si aquellos días se extendieran, perderían su especial belleza, fueron cortos, sencillos y perfectos. Así que llegó el momento de partir de aquel lugar. Con un poco de alivio por aquellos días y sin dramas para no involucrar a mis padres, planeé el regreso a casa. Un viaje largo pero tranquilo gracias al poco tráfico y a la reciente lluvia.

Al parecer no podía permitirme tanta paz. En casa me esperaban un perro atento pero poco cariñoso y una gata consentida, quienes me acompañarán en lo que queda de este proceso de superación del virus. Volví a Montería, al encerramiento, a aquella rutina de comer poco, dormir mucho y ver series y películas para evitar pensar en lo terrible que está pasando allá fuera. Mientras tanto, espero que mi familia y amigos salgan de esta pandemia ilesos.

* Estudiante de Periodismo, Semillero Reporteros Unisinú, Universidad del Sinú-Elías Bechara Zainúm. Editor: Ramiro Guzmán Arteaga

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