Esa cochina política
Opinión

Esa cochina política

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agosto 25, 2013
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“Ningún hombre es una isla, ni está completo en sí mismo, cada hombre es un trozo del continente, una parte de la totalidad. Si un pedazo de tierra fuera barrido por el mar, daría igual que pasara en Europa, o en un promontorio, o en la mansión de tus amigos o en la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me empequeñece, porque estoy integrado a la humanidad. Por eso cuando alguien muere, no preguntes nunca por quién doblan las campanas, doblan por ti.”

 John Donne, Meditación XVII

Política. Palabra vilipendiada, admirada, sospechosa, apetecida, desprestigiada. Desconfianza muy antigua, desde las Ciudades-Estado griegas. Y tan viejas como esa desconfianza son los distintos modos como se ha puesto en práctica.

Polis, ciudad. Congregación necesaria de ciudadanos, cuya organización y administración debería interesar a todos, pues afecta a todos por igual. No fue el hombre quien inventó la política: la política nos inventó a nosotros. Solo puede existir en comunidad. En la pluralidad de seres que se comunican, que dialogan, que buscan la cooperación, la convivencia pacífica, el bienestar.

La política nace en el encuentro, pero en un encuentro muy particular: entre iguales y entre personas libres. La política y la libertad deben ir unidas. La primera debe existir para garantizar la segunda. La dominación, los estados totalitarios, el uso indiscriminando de la violencia y la imposición de ideologías quedan por fuera de la actividad política propiamente dicha. También las condiciones de marginalidad, de pobreza, de ignorancia, que esclavizan al ciudadano a la necesidad por subsistir, excluyéndolo de una real participación en política. Estas dos condiciones, la falta de libertad y la obligación de procurarse lo necesario para vivir, son la principal causa de la deformación de la política y de su uso del ciudadano como instrumento para que otros consigan sus fines. “Vale más y es más conforme a la virtud dirigir hombres libres que esclavos.” Aristóteles.

En los comienzos de la filosofía, el hombre bueno y el ciudadano bueno era la misma cosa y el fin del Estado era producir el tipo moral más alto posible de ser humano, sacar lo mejor de cada uno. El ideal de gobernante era aquel hombre más virtuoso que los dirigidos, el mejor educado en todos los campos del saber. El poder surgió de la reunión de hombres libres e iguales, orientados por estadistas confiables aceptados por la comunidad. Sin embargo, ya desde esas épocas esos ideales comenzaron a deformarse. La tiranía, la oligarquía, el caudillismo, demagogos, guiados por el interés personal del gobernante, de los ricos, del halago a los pueblos bajo un engañoso fin de prosperidad para los pobres y el bien común, supuestamente.

Para conservar el poder no hay mejores fórmulas que mantener en los demás la impotencia para la acción política. Convencerlos de que solo el gobernante puede solucionarles sus problemas. Hacerlos desconfiados entre sí, ricos contra pobres, instruidos contra carentes de educación, etc. Crear “cortinas de humo” que esconden los asuntos vitales. Hasta el extremo de propiciar enfrentamientos guerreristas, internos o externos, para tener ocupada a la gente y que sienta siempre la necesidad de un caudillo.

Y hoy, como entonces, nos preguntamos: ¿La acción política y sus fines son de verdad orientadores para una buena convivencia, en los cuales el ciudadano pueda confiar? Para muchos, la respuesta es no. Los ciudadanos se sienten amenazados por la política y muchos de quienes pudieran hacer aportes valiosos a la comunidad participando activamente, se alejan. La perciben como un desperdicio de tiempo, debido a las prevenciones que suscitan los llamados “políticos de profesión al servicio de la comunidad”, cuando son más bien explotadores de la buena fe que usan a ciudadanos ingenuos, para conseguir sus verdaderos objetivos. Bien para acceder al poder y afincarse en él, bien para obtener beneficios económicos o de prestigio, bien para mantener a sus gobernados en una esclava ignorancia que impida el cuestionamiento y el debate. De ahí los recelos hacia la política.

La manera de atraer a la comunidad hacia una participación política activa es mediante la educación. No la instrucción —tenemos muchos políticos activos muy instruidos, pero mal educados—. Educar para la participación, para comprender al otro en la diferencia, aunque no se esté de acuerdo con él. Formar ciudadanos que puedan manejar el desacuerdo de modo crítico en libertad. Impulsarlos a la mayoría de edad, no la de la cédula, sino aquella que le permita tomar decisiones usando el pensamiento, no las vísceras. Que ofrezca información transparente para votar no guiados por “cantos de sirena”, sino de acuerdo con sus convicciones. Que aliente a los mejores a postularse para labores de gobierno. Que inculque asumir deberes y reclamar derechos con responsabilidad. Ciudadanos así son los pilares de la convivencia. No los que ejercen y alimentan esa cochina política.

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