"Ellos solo hacían su trabajo, parecía más una carnicería que otra cosa": una experiencia de cesárea

"Ellos solo hacían su trabajo, parecía más una carnicería que otra cosa": una experiencia de cesárea

"Conté las veces que me pinchó en la espalda, cuatro, y tuve suficiente para entrar en pánico y querer largarme de ese lugar sin importarme si me operaban o no"

Por: Edna lucia rodriguez
mayo 08, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.

Llegué a cirugía dos horas antes, así que todo sería más temprano de lo que estaba planeado. Juan estaba conmigo, me acompañó todo el tiempo. Una enfermera recibió mis papeles, me entregó otros para firmar y una bata de color azul para cambiarme. Además, me pidió que me retirara los aretes y la banda del cabello, no podía dejarme ni la ropa interior porque iba para cirugía.

Confieso que días antes estuve ansiosa por terminar el embarazo, me daba miedo enfrentarme a la maternidad de nuevo. Ser mamá es un trabajo que requiere responsabilidad, paciencia y cordura, y no sabía si estaba preparada para eso.

Juan firmó la parte que le correspondía y yo lo demás. Nos sentamos a esperar órdenes, mientras veía a otras mujeres realizar el mismo ritual de la bata azul.

Mientras tanto, me pidieron alistar la ropa que mi bebé habría de llevar puesta cuando lo sacaran de mi útero, le entregué todo a la enfermera y ella dejó todo en una incubadora.

Todo el tiempo mantuve la calma, me extrañaba el hecho de no estar nerviosa, no sentía ansiedad o miedo por estar a pocos minutos de pasar por el quirófano y salir de allí con un recién nacido.

La enfermera le pidió a juan que me dejara, que ya estaría sola y que en un rato nos veríamos. Juan me abrazó, me dio un beso y salió por la puerta con las maletas en las manos, yo había quedado sola.

La enfermera me canalizó, me indicó que por el suero me estaban pasando antibióticos por la cesárea. Luego de eso vino a mí el ginecólogo que me iba a operar y me hizo varias preguntas sobre mi anterior embarazo. No me atreví a hablar de mi trastorno, eso era algo que quería dejar atrás por mi hijo aun no nato.

Entraban y salían personas de allí, médicos y enfermeras se paseaban de un lado a otro. Hacía frío, mucho dado a que estaba apenas con una tela sobre mi cuerpo. Mientras esperaba mi llamado, me hice varias preguntas como: ¿cómo sería el rostro de mi bebé?, ¿me dolería dar pecho?, ¿cómo sería estar sola en la noche sin Juan para que me apoyara?

Pensaba más en la idea de cómo iba a ser mi comportamiento con el bebé que en el dolor que minutos más tarde sentiría. Estuve tantos meses y años seguidos en depresiones crónicas y con aquel dolor que se siente en el alma, que la verdad el dolor físico no me preocupaba.

Juan se llevó todo eso de mí y al no tener el dolor del alma quedé abierta a experimentar el dolor físico en su máxima expresión. No tenía escudo que me protegiera, ya no más.

La enfermera caminó hacia mí y me dijo que me llevaría al quirófano, que ya iban a comenzar. Fui con ella por la sala grande que se dividía en quirófanos y salas de recuperación y de estar médico. Entramos en lo que a mí me pareció un espacio muy pequeño para realizar una cirugía, había dos o tres enfermeras en el lugar y un médico costeño, algo viejo y gordo, un tanto hablador, aunque pude apreciar que inteligente. Era el anestesiólogo.

Me recosté en la camilla, observé todos los aparatos y las personas que me iban a intervenir. El gordo y viejo anestesiólogo me conectó unos electrodos al pecho e hizo varios comentarios un poco estúpidos sobre mis tatuajes, dijo que parecía un mural con tanto dibujo. Cuando dije que era inteligente lo hice porque reconoció la rosa tudor que llevo tatuada en el pecho y sabía de Ana Bolena cuando le expliqué que era mi personaje histórico favorito.

En fin, me dijo que ya íbamos a comenzar y me pidió que me recostara sobre mi lado derecho, con la cabeza atrás y las piernas muy cerca de mi pecho, algo que fue imposible de conseguir ya que mi enorme barriga me lo impedía; eso le debió parecer gracioso, ya que no paró de decir que estaba obesa, que parecía un cebú, que tenía una capa de grasa en mi espalda y que no podía sentir las vértebras.

Quise pararme y patearlo por semejante atrevimiento, sin embargo me tragué la rabia y continué recostada. Me dijo que tomara aire y que luego tosiera muy duro cuando sintiera la aguja entrando, no hice nada, tan pronto metió ese taladro en mi espalda sentí un dolor bestial que me partía en dos.

El viejo gordo me regañaba y mi cuerpo reaccionaba ante el dolor en espasmos seguidos. Sentía cómo los músculos alrededor del abdomen se contraían, sentía corrientes eléctricas que me hacían removerme con demasiado dolor. Conté las veces que me pinchó en la espalda, cuatro, y tuve suficiente para entrar en pánico y querer largarme de ese lugar sin importarme si me operaban o no.

El señor siguió haciendo comentarios despectivos sobre mis tatuajes, lo odié porque seguro me había visto el culo también y me avergoncé. Tenía los brazos separados de mi cuerpo en lo que parecía una crucifixión y un frío terrible me taladraba el cuerpo y me impedía pensar. Además, los dientes me castañeaban y los que me rodeaban se movían robóticamente. Era como si no valiera nada para nadie.

Por otro lado, la anestesia no vino a mí, no sentí que mis piernas se durmieran, al contrario, las movía sin parar para que notaran que las 4 puñaladas que sufrí no habían cumplido su cometido.El médico regordete me pinchaba el pecho y el abdomen con una aguja preguntándome si sentía algo, a lo que yo respondí que sí, que podía sentir todo mi cuerpo.

El ginecólogo ya estaba allí y me hicieron levantar mis piernas en varias ocasiones como si de un acto de circo se tratase. Me pusieron de cabeza y cuando levanté las piernas, me gritó "déjelas caer". Luego, me lavaron el abdomen, me hicieron abrir las piernas y me pusieron una sonda vesical, algo que es tan horrible que gemí pensando en el desagradable dolor que sentiría.

El ginecólogo metió en mi vagina una gasa con violencia, el dolor era insoportable, era como si de una esponjilla metálica se tratase, me estremezco de recordarlo. Después vino otra cosa, les grité que me dolía, no pareció importarles. Ellos solo hacían su trabajo, parecía más una carnicería que otra cosa. Tras todo eso me perdí entre el dolor y mis pensamientos, todo mi cuerpo temblaba, yo no sabía si de frío, dolor o miedo.

Lo peor se hizo presente, creo que mi tensión y ritmo cardíaco se dispararon en un momento. El ginecólogo ya me había puesto el campo quirúrgico, sufrí como nunca, porque la anestesia nunca hizo efecto. Comencé a llorar de desespero, mientras le decía al ginecólogo que mi cuerpo no estaba anestesiado. Luego de eso no tengo memoria, todo lo que recuerdo es que solo le dije eso, no supe más de mí.

El dolor con el que mi cuerpo me despertó fue atroz, el ambiente era hostil y luchaba con unas manos que me querían impedir moverme. Gritaba del dolor y del miedo porque no sabía dónde estaba, no sabía quién me sujetaba. Llamé a Juan a gritos, lloraba y gritaba su nombre. Alguien me respondió y me dijo que él no estaba ahí, claro que no estaba, de haber estado conmigo no habría permitido ese trato y no me hubiera importado el dolor.

Llevé mis manos a mi vientre ardiendo y noté que no tenía el bulto en él. "Mi bebé", grite, pero nadie me dio razón alguna. Durante un largo rato estuve en una bruma de dolor y miedo, apenas podía moverme, mi cuerpo había sido atado a la camilla.

Poco a poco fui siendo consciente de lo que había pasado, me anestesiaron completamente, estaba confundida. Más adelante, vino el paseo de las enfermeras preguntando cómo estaba y si tenía dolor. Claro que tenía dolor.

No me dijeron nada de mi bebé, pero pasada la confusión me di cuenta de que mi bebé lloraba junto a mí en una incubadora. Tenía cables en sus manitos, me necesitaba. Sin embargo, solo pude poner una de mis manos en el frío cristal de la incubadora y decirle que no llorara, que yo estaba allí con él y que pronto estaríamos juntos.

Una enfermera algo molesta vino a mí, me indicó que me iban a retirar la sonda vesical. De nuevo vino a mí esa sensación de dolor. Me abrí las piernas y me la sacó con violencia, pensé si acaso luego podría orinar sin dolor.

El ginecólogo se acercó y me habló de lo complicado que había sido la cesárea por la cicatriz de mi anterior embarazo, de la endometritis que sufrí luego de él y mi vejiga adherida a los músculos. Así mismo señaló que tuvo que ser rápido y que fue difícil, que mi bebé estaba bien y que en un rato podía tenerlo conmigo. No le creí nada.

De nuevo una enfermera, me descubrió el pecho y me ordenó que lo masajeara, que me entregaría a mi bebé para que lo alimentara, hice lo que me pidió. Al final, después de tanto dolor y miedo solo quería verle su carita y darle el pecho.

La enfermera me ordenó también que me moviera, que me corriera para darle espacio a mi hijo, casi no podía, por el dolor y porque estaba amarrada a la camilla. No obstante, eso a ella no le importó. Guardé la rabia y el odio porque temía que alejaran de mí a mi hijo si me tornaba violenta, así que me moví en contra de la condición de mi cuerpo.

Lo tenía en sus brazos y acuné uno de los míos para recibirlo. Cuando lo vi fue lo más bello del mundo. Su rostro blanco y aun con grasita, delgado y sin pestañas ni cejas era perfecto. El dolor y el miedo se dispersaron.

Puse mi seno en su pequeña boca y lo tomó hambriento, y cuando lo acaricie para demostrarle mi amor, él me dio el suyo cuando agarró con su manita mi dedo índice.

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