Se cierra el 2026 y el país entra en la antesala de una nueva campaña política. Todo el decorado electoral - liderazgos, partidos, encuestadoras, medios, conversaciones cotidianas -, se mueve con intensidad en medio de un diciembre que vuelve a teñirse de disputa política. Pero, como suele ocurrir en Colombia, ese debate no siempre se expresa con las mejores prácticas ni con los discursos más responsables. Hoy asistimos a un verdadero campeonato de maltrato político que construye poco y oscurece las propuestas, los matices y las contradicciones necesarias para elegir de manera informada. Por la salud mental colectiva, urge que quienes compiten por el poder centren la discusión en ideas y proyectos de país, no en ataques y descalificaciones. Nunca había sido tan evidente este defecto estructural de nuestra cultura política.
Asistimos a un verdadero campeonato de maltrato político que construye poco y oscurece las propuestas
Pensar alternativas exige imaginar otros modos de relación y de vínculo político: más hospitalarios, más capaces de tejer comunidad y menos orientados por la lógica del miedo, la venganza o el odio que se apodera de tantas tribunas electorales. Se necesita recomponer los poderes conversacionales y comunicativos que permiten reconocernos como comunidad de destino, reactivando deberes de cuidado, justicia y derechos que ayuden a atravesar con paciencia la dureza de las violencias sociales y simbólicas que habitamos.
Por eso, hoy se demanda una postura ética y ciudadana que reconstruya los sentidos de lo común frente a estructuras de dominación alimentadas por la violencia a ultranza. Afrontar las conflictividades del discurso y la práctica electoral pasa por resistir a la necropolítica —esa gestión de la vida desde el desprecio y la amenaza— y situar como principio rector el cuidado de los seres humanos y más-que-humanos, el respeto por la dignidad de comunidades diversas y la apertura hacia caminos de reconciliación.
Si el poder captura la vida mediante el miedo y el antagonismo permanente, es necesario proponer horizontes que afirmen la dignidad y la justicia vital. No se trata de negar o evadir los conflictos o de soslayar los debates, como de llevarlos y tramitarlos con mayor responsabilidad. Esto implica enfrentar con inteligencia colectiva las tecnologías de manipulación y acumulación política, esos dispositivos que convierten la vida en objeto de control, para reivindicar en su lugar un horizonte del cuidado.
En medio de esta campaña, hay asuntos vitales que exigen discusión seria: la superación de la corrupción institucional, la reforma política, la reconversión energética, la transformación de los hábitats urbano-regionales, la profundización de una reforma agraria integral, la derrota sostenida de las redes criminales, el afrontamiento de las contingencias climáticas, de los movimientos migratorios y las transiciones socioeconómicas y ambientales inaplazables que el país debe asumir, entre muchos otros asuntos públicos. Sin estos debates, el ciclo electoral se reduce a ruido y desgaste.
Desde esta perspectiva, el cuidado de la vida aparece como una práctica relacional retejida desde los territorios, como un horizonte político que entiende el cuidarnos como acto de resistencia ante la desposesión y degradación de la dignidad que campea. ¿Qué sucedería si pensáramos esta campaña como un momento de transformación de la cultura política? ¿Si apostáramos por escuchar y debatir más propuestas y menos agravios? Cada quien, desde su lugar, puede contribuir a que el país transite hacia una política que cuide la vida en vez de erosionarla.
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