El síndrome de estocolmo en Colombia

El síndrome de estocolmo en Colombia

'Para la sociedad colombiana es, ya casi, un modo de vida'

Por: Omar Orlando Tovar Troches
julio 14, 2015
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El síndrome de estocolmo en Colombia
Foto: tomada de internet

Cuando se hace alusión al síndrome de Estocolmo, nuestro inconsciente colectivo, de inmediato, nos trae a la memoria dos sucesos relevantes: uno acaecido en 1973 cuando cuatro personas fueron tomadas como rehenes (durante un asalto al banco Kreditbanker en Estocolmo, Suecia), a quienes liberaron después de seis días, pero una de las prisioneras se resistió al rescate y a testificar en contra de los captores. Y un segundo de ocurrencia más cercana en el ámbito geográfico y temporal; el caso del secuestro de Clara Rojas, la posterior concepción y nacimiento de su hijo Emanuel con uno de sus captores.

Para el caso de estas líneas, es preciso decir que el síndrome de Estocolmo, como resulta obvio, debe su nombre a la situación del primer caso mencionado arriba. Dicho síndrome se presenta cuando el secuestrado se identifica inconscientemente con su agresor, ya sea asumiendo la responsabilidad del ataque del que es objeto o imitando física o moralmente la personalidad del captor.

La sociedad colombiana pudiera estar padeciendo este síndrome, ya que, según Montero Gómez (1999, Ciencia Policial nº 5), para que se pueda hablar de la ocurrencia de dicha condición se hace necesario la presencia de las siguientes situaciones: la presencia de una ideología, entendida como la existencia de un conjunto de valores y cogniciones revestidos de un argumento motivador concreto, político, religioso o social, para fundamentar la acción por parte de los secuestradores: cuanto más elaborado sea el corpus ideológico del secuestrador, mayor probabilidad de influenciar a un rehén. Un constante contacto secuestrador (es) rehén tiene que ser tan pronunciado como para que permita al rehén percibir la existencia de una motivación ideológica tras la acción traumática, abriéndose la vía para un proceso de identificación de la víctima con sus captores.

Visto todo lo anterior, es claro que el famoso síndrome de Estocolmo no es exclusivo de los casos de secuestro, o de violencia intrafamiliar. Para la sociedad colombiana es, ya casi, un modo de vida. Aquí justificamos el uso indiscriminado de la violencia para zanjar cualquier diferencia, negamos la existencia de los problemas cruciales y vivimos enajenados en una existencia de mundo feliz virtual y, por si fuera poco, creemos que para nuestros captores, es decir la clase politiquera tradicional, son disculpables sus abusos, hechos, de todos modos, con el noble propósito del bien de la patria, la democracia y la paz.

Es tan pronunciado el padecimiento de Estocolmo que hemos terminado reeligiéndolos o eligiendo a sus candidatos y candidatas porque “lo que hace falta en este país es la mano fuerte y el corazón blando”, como lo muestran las innumerables víctimas de los falsos positivos y los desplazados. Ni qué hablar de los contubernios y las trapisondas con el erario, botín de no tan santos contratistas o lobistas, como los llaman ahora, dueños del lapicero nombrador y del poder local, regional y nacional.
Es necesario una terapia nacional para no seguir en el círculo vicioso, de que es mejor malo conocido que bueno por conocer. Eso es seguir creyendo que es mejor un tranquilo secuestro, que una arriesgada libertad.

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