En un país donde la desigualdad es paisaje y la miseria costumbre, resulta escandaloso que un presidente cometa la osadía de pensar en los nadies.
Gustavo Petro, con su terquedad de querer que los pobres coman tres veces al día, accedan a educación y no mueran esperando una cita médica, ha sido acusado del peor de los pecados: cuestionar los privilegios. ¿Cómo se atreve a imaginar una Colombia menos servil a las élites y más justa con los de abajo? ¡Imperdonable!
Y claro, los defensores del statu quo no tardaron en prenderle fuego mediático. Desde los sets de televisión y columnas de opinión bien remuneradas, se repite la letanía: “Populista”, “irresponsable”, “enemigo del progreso”.
Pero lo que realmente les aterra no es el gasto público, sino el cambio de prioridades. Porque mientras que antes el presupuesto se destinaba a salvar bancos, ahora se invierte en salvar vidas. Y eso, para algunos, es un atentado contra el orden natural de las cosas.
Los medios hegemónicos, siempre tan preocupados por la estabilidad —esa palabra elegante que suele significar “que nada cambie para los de siempre”—, han hecho de Petro su blanco predilecto. Titulares alarmistas, editoriales condescendientes y noticieros que más parecen partes de guerra que informes periodísticos.
No informan: perfilan, moldean al enemigo. Y en su narrativa, el verdadero peligro no es la corrupción, la violencia o la injusticia estructural, sino un presidente que pretende redistribuir la riqueza.
Y, sin embargo, pese al ruido, a las zancadillas y a la desinformación, la idea persiste. Una Colombia más justa no es una utopía ingenua, es una urgencia histórica. No se trata de caridad, sino de dignidad. De reconocer que un país que excluye a la mayoría de su gente está condenado al estancamiento.
Petro, con todos sus errores y contradicciones, ha puesto sobre la mesa una pregunta incómoda, pero necesaria: ¿hasta cuándo seguiremos aceptando que la pobreza sea destino? Quizás su pecado no sea tan venial después de todo. Quizás sea, simplemente, justicia.
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