La mujer que, desde un club de la élite colombiana, llamó "indiamenta" al exalcalde de Medellín, parece escupida por el trasero de Venus.
La escena parece sacada de una comedia bufa, pero es un retrato fiel del clasismo rampante que todavía respira con comodidad en los salones cerrados de la élite colombiana. En un exclusivo club social, una mujer de apellido ilustre, educada para sostener la nariz en alto y el alma en el prejuicio, interrumpió una conversación para despachar, sin el más mínimo pudor, un insulto racial y clasista: “esa indiamenta”. Se refería al exalcalde de Medellín, con quien ni siquiera compartía mesa. Bastó el rumor de su nombre para que emergiera de ella, como un pedo elegante, ese desprecio ancestral que la clase alta colombiana disfraza de “buen gusto”.
Es en esa frase —tan corta, tan vulgar, tan elocuente— donde se condensa el ADN de un país fracturado: el racismo sin culpa, el clasismo sin vergüenza, el privilegio sin autoconciencia. La mujer, por supuesto, no fue reprendida. En esos círculos, el verdadero escándalo no es el insulto, sino mencionarlo en voz alta fuera del recinto. Lo verdaderamente grosero es contar el chiste.
Y entonces uno se pregunta: ¿Qué Venus parió esta criatura? ¿Qué diosa invertida la escupió de su trasero con ese desprecio perfectamente articulado, como si fuera parte del lenguaje natural? Porque lo es. Es el lenguaje que se aprende en colegios privados, en cenas familiares donde se critica al servicio con diminutivos, en viajes al extranjero donde se agradece "no estar rodeados de tanto indio".
Pero esta historia no es sobre una señora cualquiera. Es sobre lo que representa. Es sobre una clase social que todavía cree que el poder es un derecho hereditario y que la política debe seguir siendo un asunto entre apellidos. Por eso le molesta tanto que un exalcalde mestizo, popular, con acento paisa y sin vínculos con la aristocracia bogotana, pueda siquiera aspirar a espacios de poder. Le molesta más su origen que sus ideas.
Por eso, cuando se les escapa el clasismo no es un error: es una confesión. Y como todas las confesiones, esta debería incomodarnos, sacudirnos, tal vez hacernos reír con amargura. Porque en la Colombia de hoy, el insulto no es solo una grosería: es una señal de que el viejo orden todavía respira. Desde el trasero de Venus, con perfume importado y copas de vino, sigue hablando del país del que se creen -sus amos-.
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