Peter Turkson sonríe como quien conoce de antemano los tiempos de Dios. Camina por los corredores del Vaticano —esas piedras que han visto pasar imperios y herejías— con una calma que no se improvisa. Nacido en un pequeño pueblo de Ghana en 1948, hijo de una madre metodista convertida al catolicismo, Turkson creció entre biblias gastadas, árboles centenarios y la convicción de que el amor a Dios se demuestra sirviendo a otros.
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Hoy, a sus 76 años, su nombre suena entre los favoritos para suceder al papa Francisco. De ser elegido, sería el primer papa negro de la historia, un cambio que cargaría en sus hombros cinco siglos de tradición europea.
No es un desconocido. Fue nombrado cardenal en 2003 por Juan Pablo II y luego ascendió a puestos clave en la Curia romana, como presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz y prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral. Desde allí ha hablado de pobreza, migraciones, cambio climático y racismo, siempre en voz baja, pero con palabras que caen como piedras en el estanque.
Turkson no busca brillar; busca entender. En Roma, lo recuerdan más por sus gestos que por sus discursos: acompañando a trabajadores en huelga, visitando campos de refugiados, sentándose a escuchar en vez de hablar. Su humanidad parece no haberse endurecido en los mármoles del poder.
Ya en el cónclave de 2013, cuando Francisco fue elegido, algunos cardenales lo vieron como una opción posible. Hoy, su figura parece aún más pertinente. En un mundo donde el catolicismo crece en África y América Latina, donde los pueblos reclaman una Iglesia más diversa, su nombre representa algo más que un cambio: es una promesa de universalidad real.
Peter Turkson no corre, no hace campaña, no concede entrevistas grandilocuentes. Sabe que, en este juego, el Espíritu Santo tiene la última palabra. Mientras tanto, sigue caminando bajo las bóvedas del Vaticano, sus manos abiertas, su fe intacta, como aquel muchacho de Ghana que alguna vez soñó —sin saberlo— con cambiar la historia.