El viaje comienza dejando atrás el bullicio de Bogotá. Apenas una hora de carretera basta para que el paisaje cambie: los edificios se transforman en montañas, el aire se espesa de frío y el cielo, más bajo, parece rozar la tierra. Así se llega a Sibaté, un pueblo que huele a leche recién ordeñada y que sabe, como pocos lugares en Colombia, a fresas con crema.
Lea también: El pueblo de Boyacá especialista en dulces y postres para ir a romper la dieta
A lo largo de la vía principal y en el corazón del pueblo, las mesas de madera rebosan de pequeños vasos transparentes donde las fresas rojas, firmes y brillantes, se apilan bajo nubes generosas de crema espesa. No hay prisa. Cada porción parece servida con el mismo cuidado artesanal que hace décadas: la fruta recién recogida, la crema hecha sin atajos, con la paciencia de quienes conocen el valor de los sabores sencillos.
La tierra de Sibaté—fría, fértil, sembrada entre neblinas— da fresas distintas: dulces de manera natural, de piel tersa y aroma profundo. No necesitan aditivos ni maquillajes. Bastan la frescura del día y el trabajo silencioso de los campesinos que, desde antes del amanecer, riegan, cuidan y recogen los cultivos con manos curtidas por la costumbre.
Más allá del postre, Sibaté ofrece un ritmo de vida que parece moverse a otro tiempo. Las parejas pasean despacio frente a la catedral, los niños corretean entre puestos de queso fresco, y los visitantes encuentran, en cada esquina, una invitación implícita a detenerse, a mirar, a probar. El plan es sencillo: caminar, respirar profundo, dejar que un vaso de fresas con crema resuelva todo lo demás.
Algunas fincas abren sus puertas a los viajeros curiosos, permitiendo que recojan su propia cosecha. Allí, entre surcos de plantas verdes y tímidos rayos de sol, las manos se manchan de tierra y de jugo, y los sentidos se despiertan. El sabor de una fresa arrancada en el acto, tibia de sol, recuerda que no todos los placeres necesitan artificios.
Sibaté es eso: una pausa dulce en medio de la vida acelerada. Un lugar donde el tiempo se mide en cucharadas de crema y en mordiscos de fruta. Donde cada postre lleva escondida una historia de tierra, de trabajo y de cariño. Y donde, sin saberlo, uno termina saboreando mucho más que fresas.