Hay gestos que no son neutrales. Cuando el Congreso de la República decide suspender sus funciones en medio de una crisis política, no está actuando con prudencia ni con patriotismo: está plegándose al amedrentamiento o, peor aún, colaborando con quienes quieren paralizar al Estado para asfixiar a un Gobierno legítimo.
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Los violentos no solo empuñan armas o lanzan amenazas, también operan -con toga-, con micrófono, con escaño. El objetivo es claro: forzar la ruptura institucional, desgastar al Ejecutivo, aislarlo, vaciarlo de poder simbólico y práctico. Convertir al presidente en rehén de un cerco institucional que simula legalidad mientras ejecuta una traición.
Detrás del discurso del dolor, por el condenable atentado al Senador Uribe Turbay, de las condenas selectivas, del "rechazo unánime", se esconde un oportunismo feroz: el que quiere pescar en río revuelto, posando de defensor de la democracia mientras conspira con quienes buscan tumbarla.
Y lo hacen con una narrativa cuidadosamente calculada: acusan al gobierno de polarizar mientras ellos incendian el templo de la República con sus silencios cómplices. Suspender el debate legislativo en este momento no es un acto de sensatez: es otro atentado, esta vez contra la democracia.
Y es permitir que el chantaje emocional y la presión violenta dicten la agenda nacional. Es convertir al Congreso en un teatro de sombras donde se ensaya, paso a paso, el guion de un golpe blando disfrazado de institucionalidad.
Frente a esto, el pueblo no puede quedarse mudo. No puede aceptar, por respeto a su propia dignidad, que se le robe la voluntad expresada en las urnas. No puede tolerar que quienes juraron respetar la Constitución se conviertan en sus peores enemigos.
Si el Congreso golpista desconoce al presidente legítimamente elegido por el pueblo, entonces, el pueblo tiene todo el derecho —y el deber democrático— de desconocer a ese Congreso. Porque la soberanía no es propiedad de una casta legislativa ni de unas -cortes atrincheradas, cómplices también, en deslegitimar la voluntad de un pueblo que eligió un proyecto político-. La soberanía es del pueblo. Y el pueblo debe ejercerla en democracia.
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