Desde lejos, el edificio se levanta como una ilusión. Vidrios relucientes, pasillos amplios, palmeras de plástico que alguna vez quisieron parecerse a las verdaderas. El centro comercial Arena Bogotá prometió ser el más grande, el más moderno, el más ruidoso de la capital, hoy parece solo el eco de un futuro que no llegó. Ahora se le conoce como el centro comercial abandonado.
Lea también: La historia de la Isla abandonada frente al Rodadero en Santa Marta ¿De quién fue y de quien es?
Los carteles siguen allí, firmes y vencidos: 450 locales comerciales, salas de cine, un hotel, un parque de diversiones, un helipuerto y hasta una ruta de navegación sobre el Río Bogotá. Una ciudad dentro de la ciudad. O eso decían los folletos. Ahora, apenas si resisten el viento algunos letreros desteñidos y una promesa colgando de las paredes como ropa vieja.
En sus corredores el silencio es un animal vivo. No hay niños corriendo, ni vendedores insistentes, ni el aroma de los puestos de comida que tanto identifican a los centros comerciales. Solo un par de pasos resonando contra el mármol, palomas agazapadas en los techos, algunas vitrinas polvorientas como altares olvidados. Se miran desde lejos las bicicletas de una tienda cerrada, las carcachas de un concesionario que presume de vender BMW viejos como reliquias.
Arena Bogotá no cayó de un día para otro. Se inauguró hace siete años con el estruendo de los grandes anuncios, pero la realidad avanzó a otra velocidad. El centro comercial abrió sus puertas en los límites entre Bogotá y Cota, en un corredor de autopista donde los edificios brillan por su ausencia y las casas parecen haberse quedado a kilómetros de distancia. No había quien llegara. No había quien comprara. No había quien riera.
El único rincón que prosperó a su lado fue el Coliseo MedPlus, un escenario para 24.000 personas que comenzó a recibir espectáculos en 2022. Desde entonces, medio millón de asistentes han cruzado sus puertas. Cada concierto, cada evento, levanta una pequeña fiesta efímera en medio del desierto de concreto. Pero los propietarios de los locales no celebran. Mientras las vallas cierran el acceso al centro comercial durante los eventos, los inversionistas miran cómo su esperanza envejece detrás de cintas amarillas de "Prohibido el paso".
Hay baños todavía abiertos, vidrios rotos en las escaleras que bajan hacia los sótanos, ascensores que nadie se atreve a utilizar. A veces, en la esquina menos iluminada, un refrigerador apagado espera helados que nunca llegarán. No es un elefante blanco —nadie puede acusar al Estado—; fue dinero privado, entusiasmo privado, errores privados. Personas comunes que imaginaron una mina de oro y encontraron un mausoleo para sus ahorros.
Los alrededores explican lo que las cifras callan. La autopista vibra de tráfico, sí, pero la gente no baja de los autos, no hay barrios que necesiten un centro comercial. Solo pasan, a toda velocidad, hacia otras vidas.
Dentro de Arena Bogotá, algunos locales sirven como bodegas improvisadas, cajas apiladas donde deberían haber estado vitrinas. El área infantil —“Diversity”, reza un letrero suelto— sigue a medio montar, tan vacía que el eco parece el único niño que alguna vez jugó allí.
Los inversionistas pelean. Acusan al Coliseo de secuestrar el flujo de visitantes, de incumplir la promesa de vida comercial que los llevó a invertir. El Coliseo responde que todo está en regla, que los eventos son su negocio legítimo. En medio de las demandas y los comunicados, el centro comercial sigue esperando, como esos actores secundarios que repiten su parlamento vacío en una obra que ya ha bajado el telón.
La belleza de Arena Bogotá duele más que su abandono. No hay ruinas románticas, no hay escombros gloriosos. Todo sigue en pie, intacto, como si en cualquier momento la vida fuera a regresar. Pero no vuelve. Nunca vuelve. Tal vez lo peor no sea la soledad de sus pasillos, ni el olor a humedad que se esconde en las esquinas. Tal vez lo peor sea que fue un buen intento. Que se creyó, con entusiasmo y fe, que las cosas podían salir bien. Que aquí, en estos corredores desiertos, no se escucha tanto el fracaso como el sonido sordo de las ilusiones que alguna vez corrieron, gritaron y soñaron.
El youtuber Kevin Bolaños llegó hasta el lugar e hizo esta historia: