El caso Uribe, el sector mediático y la desconfianza en la magistratura: un peligroso cortocircuito

El caso Uribe, el sector mediático y la desconfianza en la magistratura: un peligroso cortocircuito

"Asistimos a un ejemplo de realpolitik que tiene muy poco que ver con una nación democrática, y mucho con las relaciones de poder entre medios, política y magistratura."

Por: Martin Eduardo Botero
marzo 18, 2021
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El caso Uribe, el sector mediático y la desconfianza en la magistratura: un peligroso cortocircuito
Foto: Instagram @alvarouribevelez

En el caso judicial del presidente Álvaro Uribe Vélez, la Colombia parece haber emprendido un camino de sistema de justicia y de los procedimientos judiciales muy diferente del aplicado de las democracias liberales que se caracteriza por la separación y la independencia de los poderes del Estado, el principio de la supremacía de la ley, la garantía de un juicio justo y de una tutela judicial efectiva, situación que se ve agravada por una progresiva erosión de la confianza del pueblo hacia la justicia en general y los magistrados en particular, lo que afecta negativamente el "sentimiento popular" sobre la justicia y la igualdad  en la aplicación de la ley.

Particularmente preocupante es ver cómo "el "sector mediático", el poder judicial y la política se entrelazan, se confunden, se equivalen, se pelean constantemente, no se entienden o contradicen entre sí, lo cual ha desembocado en un cortocircuito peligroso. Este es el reto en un país donde el debate político está monopolizado por los problemas de la justicia y las a veces innecesarias e improductivas rivalidades y luchas de poder y en el progresivo, pero cíclicamente paroxístico conflicto institucional entre la política y el poder judicial con la fuerte influencia sobre la justicia penal de los medios de comunicación. Una Colombia donde la picota y la impunidad marchan juntas, las filtraciones de las escuchas judiciales se hacen públicas y utilizan para desacreditar a los opositores políticos y la prisión preventiva se maneja como instrumento de presión.

Incluso en el plano constitucional, el principio de la presunción de inocencia se utiliza con vaguedad en el discurso ordinario, comúnmente como un recurso retórico para formular un reclamo y las investigaciones, que deben constituir una mera hipótesis acusatoria, adquieren el valor inapelable de acción preventiva sin previa sentencia judicial. Un país en donde el mensaje de los medios de comunicación sobre la represión de los delitos se ha convertido ahora en un revoltijo mediático, sobrecargado de noticias judiciales estéril de conocimientos técnicos, en el que incluso es difícil distinguir el vocabulario jurídico especializado, entre hechos verdaderos y falsos y sus propias interpretaciones, entre lo que es política y lo que es justicia. El periodismo judicial suele acabar transmitiendo muchas noticias y muy poco conocimiento sobre los asuntos de la justicia: el verdadero antídoto, de hecho, no es la acumulación de noticias, sino la inteligencia crítica del asunto judicial. Existe un peligro real de que la creciente tendencia al activismo judicial y la inevitable politización de la judicatura más propensas a las interferencias, hagan perder de vista el objetivo último, que es nada menos que la justicia se debe aplicar de manera equitativa e imparcial en los juicios contra todos los acusados y no el linchamiento del procesado.

Parece, pues, que la Colombia está condenada a ser algo parecido a una república judicial. El poder judicial no solo ha alcanzado un protagonismo político excepcional e implantado una política de "divide y vencerás" sino también ha asumido el papel de autoridad suprema encargada de aplicar el código moral en lugar del código penal, para imponer un "buen ejemplo"; la consecuencia de ello es la desconfianza de los ciudadanos hacia las autoridades judiciales y la justicia. La administración de justicia no parece estar inspirada en la voluntad del pueblo soberano, sino que parece estar subordinada a las necesidades y caprichos cambiantes de quienes dirigen las instituciones judiciales nacionales dispuestos a iniciar y a promover iniciativas de investigación y juicios no para determinar responsabilidad alguna, sino para reescribir fragmentos de la historia de la patria, realizar campañas moralizadoras o criminalizar el aparato estatal en nombre de una verdad afirmada y no probada o para en poner en jaque a mayorías, gobiernos, partidos y figuras políticas. Es un daño enorme para todos, porque siempre existirá la sospecha de decisiones tomadas con fines políticos.

A diferencia de los magistrados de otros países, los magistrados colombianos no adquieren notoriedad por las condenas obtenidas sino por el clamor de las investigaciones, los juicios, los arrestos y las detenciones de los líderes políticos excelentes, incluso por motivos de escuchas telefónicas ilegales con fines políticos o del llamado cartel de la toga, la auto referencialidad y la poca humildad, la corrupción y el número de escándalos que saltan a los titulares. Las ansias de protagonismo (mal calibradas, sin conciencia de país) de los magistrados en la vida política de la nación y su posición en la sociedad, empezaron en muchos casos como una ayuda subalterna a la acción de políticos; luego, al ir disminuyendo éstos, fueron ellos el reemplazo casi vergonzante, considerado incluso como un "mal menor"; poco a poco han ido tomando conciencia de que lo suyo no es reemplazar a nadie sino simplemente aplicar la ley con objetividad e imparcialidad al desempeñar sus funciones. En relación con esto, cabe subrayar también que “la mayoría silenciosa de los magistrados están muy lejos del uso político de la justicia y molestos por lo que leen en los periódicos. Este es, por tanto, el reto que le espera a todo el poder judicial, recuperar la credibilidad y sobre todo la confianza, que ha caído a mínimos históricos.

Este progresivo conflicto constituye un obstáculo aparentemente insuperable para una reforma en profundidad del poder judicial o reforma efectiva del sistema de justicia con objeto de mejorar la profesionalidad, la responsabilidad y la eficiencia, y adolecen del adecuado respaldo de un consenso político de todos los partidos políticos, incluso de un firme compromiso amplio inequívoco y a largo plazo de apoyo a la reforma, cuyas consecuencias afectan a la ciudadanía. Básicamente, se ha creado un círculo vicioso de desconfianza mutua en el que el poder judicial teme por su independencia de la política que quisiera reformarlo, mientras que el poder político se ve obstaculizado por la desconfianza de la oposición de turno apuntalada por la suspicacia del propio poder judicial. Es un problema no resuelto que la actitud recelosa del poder judicial hacia la política no ayuda a resolver.

Ciertamente, el poder judicial tirado por la política ha cometido errores, también por el afán de reafirmar su autonomía e independencia. De hecho, ha mostrado una excesiva ligereza y arbitrariedad en el intento de enjuiciar los supuestos crímenes de la clase dirigente del país, considerando que con demasiada frecuencia las acusaciones han resultado infundadas y en lo que respecta a grandes investigaciones judiciales con aparente superficialidad. Este mismo argumento es aplicable a una parte de la clase política inepta y desacreditada que politiza la justicia y recurre a ella para resolver cuestiones extrajudiciales, explotando, si es necesario, la privación de la libertad (así como las detenciones preventivas) para excluir a un candidato o influir en las elecciones. Los medios de comunicación también tienen una gran responsabilidad a este respecto, cuando utilizan el material e información que está a su disposición para de manera intencional perseguir objetivos políticos y hacer propaganda, haciendo un uso selectivo de la información filtrada por persona con acceso a información u otros dentro del Tribunal. En casos judiciales de gran clamor, como en el asunto de Uribe, la babel de las noticias relativas a la constatación de delitos se vuelve aún más confusa debido a un fenómeno deletéreo y cada vez más invasivo que poco tiene que ver con la información judicial, pero que se enmarca todavía en el destartalado cerco semántico de la mediatización de la justicia y de politizar los principios de la justicia. Cuando se ofrecen tantos encuadres desordenados de un caso penal, sin explicar cómo se relacionan entre sí, qué cosa aliunde significan, la noticia "judicial" se funde y se entremezcla con las que, sobre los mismos hechos, se han recogido con los más dispares herramientas y sin garantías. La innumerable cantidad de información acumulada aleatoriamente solo termina creando la ilusión de tener una comprensión adecuada del asunto legal.

La comunidad saturada de noticias, pero pobre en conocimientos, adicta y cansada, terminará renunciando a ejercer cualquier discernimiento crítico y apoyándose en la primera interpretación simplista, especialmente la que reconstruye el desdoblamiento de los hechos más acorde con su necesidad para tranquilizarse, optará por la versión que mejor se adapte a su necesidad de creerla verdadera, sin preocuparse de cómo se llegó a esa conclusión y qué elementos de des confirmación se han adquirido y qué comprobaciones aguardan el resultado interlocutorio. De hecho, la actividad -la del juez y la del operador de información que prepara la mimesis judicial- tiende aparentemente al mismo fin, que es reconstruir un hecho pasado a través de huellas, testimonios, declaraciones, cosas del presente. Sin embargo, siempre debemos tratar de mantener los dos fenómenos claramente distintos, porque son sustancialmente muy diferentes: el proceso judicial tiene un lugar designado, el proceso mediático ningún lugar; el uno tiene un itinerario preestablecido, el otro no tiene un itinerario preestablecido; el uno tiene un tiempo (termina con el juzgado), el otro ningún tiempo; uno es celebrado por un órgano equipado profesionalmente, el otro puede ser "oficiado" por cualquier persona (Glauco Giostra).

La ausencia de la verdad y la prevalencia de la mentira en el proceso penal es la mayor tragedia que azota Colombia, se habrá entrado en un camino por el que se acabará pisoteando toda ley de la justicia y la libertad y perdiendo la confianza mutua. Las causas son muchas y este no es el lugar para analizarlas. Hoy, sin embargo, no podemos dejar de afrontar este serio y progresivo descontento. Y, hoy más que nunca, debemos escuchar la expectativa social de una justicia que -más allá del desempeño, pero más si el desempeño no es positivo- sea comprensible, transparente, confiable, incluyente en la relación con el ciudadano, en el lenguaje que utiliza y en los comportamientos en los que se involucra. Como recuerda Elisabetta Cesqui, los jueces, además de las sentencias, hablan "con su comportamiento, con la forma en que organizan los despachos y con la que se acercan a quienes, víctimas o réprobos, se cruzan en su camino en lugares de justicia, no pueden eludir el deber de hacer comprensibles sus acciones”.

Como dicho anteriormente, la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones también afecta en gran medida su relación con la justicia y el poder judicial. Cuando la desconfianza toca de manera significativa al poder judicial, nos encontramos en los límites extremos de la convivencia civil y, por lo tanto, hace sonar una alarma de inmediato y recomendar medidas correctoras. Y, como decía Arendt, si la verdad no puede contarse entre las virtudes políticas, es bueno en cambio que esté entre las virtudes de las instituciones como el poder judicial, que debe tener credibilidad en su ADN, además de autonomía, independencia e imparcialidad. Por tanto, es más que legítimo esperar al menos una tendencial verdad cuando el poder judicial se dirige a los ciudadanos o participa en el debate público.

Cuando un magistrado habla o escribe, dirigiéndose al público en general, observa Nello Rossi, el ciudadano "tiene derecho a esperar que su acusador o juez potencial hable y argumente de manera clara y comprensible; que participa en el discurso público como actor racional, capaz de escuchar los argumentos ajenos y respuestas meditadas, que no estalla en el grito faccioso, inventivo, simplificador, quizás brillante pero brutal y engañoso”. Esto lo hace confiable y creíble. Este es su deber, a través del cual contribuye responsablemente a cultivar la confianza de los ciudadanos. La sentencia no es una operación aritmética. En toda norma siempre hay un espacio de claroscuro a interpretar, que obviamente refleja el pensamiento personal del magistrado. Es fundamental que esta interpretación sea en nombre del equilibrio y la independencia. Lo que he leído hasta ahora me hace temblar el pulso porque soy consciente del enorme poder que tiene un magistrado. Este es, por tanto, el reto que le espera a todo el poder judicial, recuperar la credibilidad y sobre todo la confianza, que ha caído a mínimos históricos.

En conclusión, en el caso del Dr. Uribe Vélez diría que asistimos a un verdadero ejemplo de realpolitik o de política de poder que tiene muy poco que ver con una Colombia más democrática basada en el Estado de Derecho y la justicia que funcione mejor o más transparente, y mucho que ver con las relaciones de poder entre los medios, la política y la magistratura.  Con este artículo espero poder aclarar las principales preocupaciones de los lectores añadiendo un poco de luz sobre este juicio que no tiene ninguna justificación lógica, moral o jurídica y por lo tanto este juicio no tiene ninguna justificación legal. Amén.

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