“Los pueblos no solo deben ser soberanos, también deben ser sabios al ejercer su soberanía. Porque el poder sin forma, es el caos con pretensiones de justicia.”
Fragmento apócrifo del diario de un constituyente, 1991
En Colombia, la noche no se disipa con el canto de los pájaros, sino con los ecos de un Congreso que bosteza ante el hambre, la inequidad y la muerte lenta de la justicia social. Desde los altos despachos del poder ejecutivo, una propuesta se desliza entre la bruma: una consulta popular, directa, frontal, decidida. El pueblo, dicen, debe hablar. Pero la pregunta no es qué debe decir el pueblo, sino cómo lo hacemos hablar sin desfigurar su voz.
Porque hay verdades que arden en el pecho: la reforma social es urgente, impostergable, incluso obvia. Los huesos del sistema ya crujen bajo el peso de una desigualdad estructural, y nadie en su sano juicio —ni el más tímido jurista ni el más envalentonado tecnócrata— podría negar que algo tiene que cambiar. Pero cuando el método elegido para ese cambio comienza a parecerse a un salto en la oscuridad, la forma se vuelve tan importante como el fondo.
La consulta popular, como mecanismo constitucional, no es ilegítima ni innecesaria. Pero su uso como espada contra el Congreso, como grito contra el desacato institucional, corre el riesgo de convertirse en un arma de doble filo. No porque el pueblo no deba decidir, sino porque hay momentos en que la urgencia puede hacer tambalear las columnas mismas de la democracia representativa.
¿Es sensato convertir a la ciudadanía en árbitro de reformas que aún no han sido completamente discutidas ni formuladas en el legislativo? ¿Puede un mecanismo excepcional suplir las funciones de un poder que, aunque dormido, sigue siendo columna vertebral del orden republicano? La tentación de gobernar por consultas, cuando el diálogo político se agota, puede parecer heroica, pero también puede abrir grietas por donde se cuela el autoritarismo más seductor: el que se disfraza de voluntad popular.
Este país ha visto antes a líderes levantar banderas nobles sobre cimientos frágiles. Ha visto promesas populares transfigurarse en frustraciones colectivas cuando el atajo se volvió abismo. La historia no siempre premia las intenciones, sino los resultados. Y si el método elegido erosiona los principios de equilibrio y deliberación, la victoria puede saberse amarga, aunque llegue vestida de aplausos.
No se trata de frenar el cambio. Todo lo contrario. Se trata de honrarlo con las formas que garanticen su permanencia, su legitimidad y su profundidad. Un cambio impuesto a gritos puede ser tan débil como una reforma archivada en silencio. La verdadera revolución democrática es la que convence, no la que arrasa.
Así que, antes de encender la mecha de la consulta, tal vez debamos preguntarnos si la pólvora que usamos no está almacenada demasiado cerca del corazón institucional. Porque incluso en un país desgastado por la urgencia, hay luces que solo se encienden cuando el pueblo no solo decide, sino que entiende cómo y por qué lo hace.
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