Pasar de Luis Gilberto Murillo a Laura Sarabia en la Cancillería es como cambiar un piano de cola por una corneta de juguete. Murillo, con su recorrido internacional y capacidad diplomática, representaba dignamente al país. Sarabia, en cambio, parece más una turista con viáticos estatales que una jefa de la diplomacia.
Su gira mundial no inspira respeto, sino pena ajena. La imagen de Colombia, ya suficientemente maltratada, ahora queda en manos de una figura que se hizo famosa no por su diplomacia, sino por usar el poder para fines personales. Basta recordar el escándalo con su niñera: el robo de un maletín terminó en polígrafo, interceptaciones ilegales y filtraciones de audios privados. Todo sin orden judicial. ¿Estamos hablando de una canciller o de una operadora de chantaje?
Sarabia salió del Gobierno por ese escándalo, pero volvió poco después como si nada. Hoy, sigue siendo investigada por la Fiscalía y la Procuraduría por presunto abuso de poder e interceptaciones ilegales.
Su presencia en el gabinete no obedece a méritos, sino a la lógica perversa de la lealtad por encima del talento.
El cargo le queda grande, pero eso poco importa cuando el criterio de nombramiento es la obediencia ciega. Sarabia no es canciller del país: es canciller del polígrafo y operadora del chantaje. Sarabia es la vergüenza ajena de un pueblo.
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