El arte de seducir con palabras: sugerencias para que tus escritos tengan un estallido de creatividad

El arte de seducir con palabras: sugerencias para que tus escritos tengan un estallido de creatividad

La escritura es un arte que seduce. Las ideas, como bombas, explotan y transforman. Aquí algunos consejos para que tus textos cobren vida

Por: Álvaro Claro
enero 23, 2025
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El arte de seducir con palabras: sugerencias para que tus escritos tengan un estallido de creatividad

Durante el año 2024 el Programa CREA, adscrito al Instituto Distrital de las Artes de Bogotá (IDARTES) continuó acompañando la creación de proyectos artísticos autónomos, partiendo de procesos de formación cultural, haciendo uso de las nuevas tecnologías y generando alianzas para permitir el acceso de los ciudadanos a los circuitos propios del arte en la ciudad.

Particularmente, desde el Área de Literatura se mantuvo el fomento y el disfrute de la palabra a partir de colectivos de creación literaria; propiciando prácticas de lectura y escritura expandidas; ampliando las experiencias simbólicas del lenguaje y potenciando la diversidad de los discursos. Todo esto con el fin de consolidar el ejercicio de la escritura mediante el desarrollo de la imaginación, la participación y el pensamiento reflexivo.

Con justeza se presentan a continuación algunas consideraciones surgidas en dos Colectivos literarios (Colectivo ANDANADA y Colectivo COLORES DE LA POÉTICA) sobre los procesos de escritura adelantados durante el año anterior y que, por su carácter reflexivo, podrían ser de utilidad en escenarios más amplios que sobrepasan al programa mismo y atañen, en la esfera de lo objetivo, a las prácticas actuales de la escritura en Bogotá. 

Prolegómenos a la cuestión literaria

No hay relato sin mordaza. En todo proceso creativo aparecen dos episodios castrantes que se diferencian sutilmente: la mordaza y la amputación. Es igual que seamos pintores, escultores, músicos o escritores; como yo -formador del Área de Literatura- estoy escribiendo este relato, me voy a centrar con puntualidad en el acto de escribir. 

La mordaza se produce cuando estamos escribiendo y nos censuramos mentalmente, y algo que estamos pensando no lo escribimos. Esta censura puede deberse a motivos religiosos, éticos, políticos o indeterminados, es igual. Ahora yo, por ejemplo, estoy pensando en escribir algo fuerte, que llame la atención, pero como creo que no es el sitio adecuado no lo escribo y ustedes no van a saber qué fue, porque, aunque lo he pensado, no lo he escrito y se queda dentro de mi cerebro solo como intención sin llegar a ser acción. ¿Qué podría haber escrito? Nadie lo sabe porque yo mismo lo he censurado

La amputación se realiza cuando, una vez escrito, cortamos palabras o frases que consideramos sobrantes o inadecuadas. Pero aquí surgen las primeras preguntas interesantes tanto del acto de escribir como del de editar: ¿podemos hablar de amputar en la fase de creación?, ¿se puede amputar lo que no ha sido totalmente creado?

Cuando vamos creando, la mordaza y la amputación se van sucediendo de forma constante y estos actos castradores nos sirven para realizar la obra. Un relato, en este caso este mismo relato que yo voy escribiendo y ustedes van leyendo, puede con facilidad desgraciarse y desaparecer. Y también puede ser amordazado y amputado. Y aunque las palabras amordazar y amputar tienen connotaciones negativas, en el acto de crear no es así, y pueden resultar necesarias para llegar al fin deseado. 

Pues un relato —y todo texto en general— existe en dos universos diferentes, el del escritor y el del lector, y un mismo relato en sus dos universos tendrá una vida muy distinta. Si se analiza el universo del lector, vemos que un texto crece cuando lo vamos interiorizando y lo vamos haciendo nuestro. Para que este crecimiento se produzca, el texto tiene que tener cinco cualidades importantes y una complementaria. Es muy difícil que estas cualidades se den en un mismo texto, pero cuantas más se den, hará que la lectura se desarrolle con más fuerza y vigor. 

Consideraciones sobre el acto de escribir

1. Todo relato debe entretener —es una trampa—. El lenguaje tiene que ser ameno y amena la aventura que estamos relatando. Y digo aventura siendo consciente de lo que significa esta palabra: suceso extraño o poco frecuente, emocionante o peligroso. No peligroso en el sentido de peligro físico, pero casi. Toda historia debería abrirse ante nosotros como un abismo perturbador y es esta perturbación la que afectará a nuestro ser y a nuestra conciencia. 

2. Todo relato debe enseñar —es una ventana—. Ya no en términos de enseñanza moral, sino en el sentido de mostrarnos y hacernos sentir cosas que desconocíamos. Cuánto más desconocido es lo que leemos, más apetecible puede ser un relato. Datos, paisajes, costumbres, técnicas. Todo un conjunto de elementos que, expresados dentro de la aventura, adquieren significados que el lector no olvidará fácilmente. 

3. Todo relato debe sorprender —es un susto—. Llega un momento del relato en que todo se vuelve predecible y el autor tiene que darle un giro para que vuelva a ser la aventura que estamos preconizando. Para que la sorpresa sea más imaginativa, incluso el mismo autor tiene que ser sorprendido.

4. Todo relato debe golpear —es un nocaut—. Lo que estamos contando debe golpear al lector y hacerle adolecer por emociones que hasta ese momento no había experimentado. Ha de hacerle abrir los ojos, así sea a una ‘‘realidad’’ horrible o indeseada. Debe hacerle mirar desde otra perspectiva. Empezar a sacar conclusiones distintas. Cuestionar lo que hasta ahora había dicho, escuchado o incluso leído. 

5. Todo relato debe activar —es como la cocaína—. Una vez que asumimos lo que leemos, hay relatos que te impelen a pasar a la acción. Lo que hemos leído puede impactarnos de tal forma que nuestro cerebro nos lleva, casi que nos obliga, a que seamos protagonistas y pongamos en acción todas las ideas que están combustionando en nuestra mente

6. La sexta cualidad, que se mencionó más arriba como complementaria, es la de deleitar —es un vicio—. Deleitar es encantar, seducir, maravillar, placer del ánimo y los sentidos —pero placer, en este caso, como ya se dijo, no siempre es gozo, sino también se trata de sentir dolor, angustia, incomodidad—. Con el deleite, las cinco cualidades anteriores se vuelven más intensas. Este deleite, ni más ni menos, lo llega a producir cierto uso del idioma, gracias a las palabras elegidas, a la forma de narrar y desarrollar nuestro relato. 

Como ya se dijo, generalmente estas cualidades no se dan todas en un mismo relato, es más, hay pocos que las contengan todas, y este relato —el que tú lees ahora mismo y que yo, desconocido formador de literatura, me di a la tarea escribir quién sabe dónde ni hace cuánto tiempo— no puede ser una excepción, pero hay que procurar que tenga las máximas cualidades posibles porque, de no ser así, su única alternativa es desgraciarse y, finalmente, desaparecer.

La desgracia

La desgracia puede ser de origen o sobrevenida. La desgracia de origen se produce cuando solo leyendo la sinopsis o tan solo las primeras líneas del relato, el lector descubre que no le interesa: el tema, el título, el autor, el género, de entrada no genera seducción alguna. ¿Otro relato sobre la Violencia en Colombia? ¿Otra publicación de Menganito? Este tipo de relatos, para el lector, está desgraciado desde el origen y ni siquiera va a empezar la aventura.

La desgracia sobrevenida llega cuando se inicia la lectura y en un momento determinado, que varía de un lector a otro (por ejemplo, hay quienes se ponen como requisito leer un número determinado de páginas), el lector reconoce que no le interesa, que no lo atrapa y entonces deja de leerlo. Ni entretuvo, ni enseñó, ni sorprendió. Esto es todo. Tampoco fue posible la aventura. 

Porque un relato es como un árbol de frutas: si el lector no le ve frutos, no se hará a su sombra, no esperará su caída. El lector verá solo ramas y hojas, pero ni las ramas ni las hojas se pueden comer, no le alimentan. Pues hay relatos que son como el tofu, el cual tiene muchas proteínas, pero es poco valorado por quien no aprecia la alimentación vegetariana y no tiene idea de cómo prepararlo, de cómo ingerirlo. 

La matrioshka de José Agustín Solórzano

Ahora voy por la mitad de este relato y no voy a seguir hablando de libros, aunque lo siga haciendo, porque la misión misma de escribir este texto es hablar de cómo se escribió y cómo se podría escribir cualquier otro. Y aunque la aventura tenga que terminar en algún momento, me gustaría escribir algo que acabo de recordar y que no voy a amputar, aunque dudé en hacerlo: me refiero a una frase que José Agustín Solórzano escribió en su novela Taller de literatura, la cual dice lo siguiente: ‘‘La sintaxis de la vida es también la sintaxis de la muerte y la gramática de una es la misma que escribe la de la otra’’.

¿Qué quiere decir Solórzano con esta frase? La verdad es que, con relación a este relato, ya no importa, pero podríamos aventurarnos a decir que hablaba de su propio universo. Y con su certeza y nuestra desconfianza, pese a todo, podríamos decir que se refería a las cualidades del trabajo del que escribe, en otras palabras, que cuando uno se pone a escribir, tiene su propio movimiento o por lo menos debería buscarlo y seguirlo durante toda su vida. Y que, al encontrarlo, a su propio movimiento, se adquiere a su vez una especie de inercia que puede conservarlo mientras no haya otra fuerza adversa que lo detenga hasta la muerte.

Mientras más se trabaje en escribir, entonces, la ideas —esas bombas— pueden seguir fluyendo del zenit al nadir, desde la cuna hasta la tumba. Pues hay muchas formas de distraerse y por eso creemos, o al menos yo lo creo, que Solórzano usa las palabras sintaxis y gramática para revestir el respeto por la lengua e impedir que se coarte de manera inconsecuente su normal desarrollo. 

Puesto que los relatos y los libros están hecho de palabras, todos los que escribimos deberíamos saber que el pecado se apropia del lenguaje para pecar, entendiendo por pecado la transgresión, la violación de la verdad aceptada por la sociedad. Las palabras opinan, hechizan, sugieren, dirigen; las palabras pueden cambiar el sentido de una historia y modificarla. 

Así como hay caricias propias de amantes que tienen difícil explicación racional, pasa lo mismo con el sentido de las palabras. Estas tienen facetas como el diamante y por eso pueden tener varios significados. Además, hay otras hechas de terciopelo y a ellas se adhieren distintas acepciones que dependen del momento, la ocasión, el contexto o el modo en que son pronunciadas. Con este material están hechos los relatos, o sea, con un material esquivo, ambiguo y traidor. 

Las ideas son bombas

Por todo lo dicho, las ideas que no se traducen a palabras, que no logran esa metamorfosis o alquimia, no existen para los demás y solo por muy poco tiempo para quien las padece, antes de caer en el olvido. Las ideas solo existen en forma de emociones que necesitan ser traducidas a palabras, de lo contrario, son confusiones, momentos inexactos, experiencias fútiles. Y cuando las ideas se traducen a palabras, si no se confinan, si no se escriben, también suelen ser temporales, momentáneas y sujetas a todo tipo de interpretaciones que desvirtuarán una vez más su significado y su contenido. 

Porque las ideas son bombas que al explotar invaden el mundo con su presencia. Y hay ideas que al explotar se convierten en más y nuevas ideas. Por ejemplo, el suicidio es el recurso de los humanos cuya vitalidad se corroyó con la herrumbre de lo cotidiano: nacieron para la acción, pero la aplazaron, así que cuando quisieron actuar, el tiro les salió por la culata,  dijo Pierre Drieu la Rochelle. ¿Qué significa eso? En este momento tu mente y la mía están tratando de entender la frase y en ese proceso todo se multiplica, se transforma. Hay quienes seguramente ya capturaron el rayo y son conscientes de su incapacidad, otros no tienen interés y solo algunos pocos siguen preguntándose ¿es una adivinanza?, ¿un secreto a pocas voces? Algunos afortunados ya se montaron en la explosión de sus propias ideas y no les importa a qué se refería la Rochelle más que como un lejano punto de partida.

Alerta del ofrecimiento

No está de más repetirlo —aunque se ha repetido muchas veces— ¿ofensivamente es una manera de poner en evidencia la ausencia de otro bagaje lector? Todo relato necesita una febril dosis de inseguridad para sobrevivir el porvenir austero; para flotar ante su propio estado de alerta. Ahora mismo nadie puede saber cómo se desatará este relato —ni yo mismo que puedo corregirlo a mi antojo un millón de veces sin saber por dónde se desencajará la intempestiva—. ¿Escuchas algo? Ahora mismo pasa el tren cargado de suspiros hacia Ayacucho, golpetean las tablas de surf contra las piedras de Makaha, llega el eco de motor de cientos de aviones cargados de dólares que aterrizan suave y constantemente sobre el desahuciado puerto del Callao… sí estoy en un airbnb con vistas a las playas de Lima y aunque no sé qué anuncia tanta información de este bendito país, de lo que estoy seguro es que sí anuncia algo y mi trabajo al escribir es tratar de incluirlo en esto que escribo. 

El aullido del mundo debería escucharse en todas las páginas que escribimos, así sea en su pies de… Y es que para comunicar o hacer sentir algo cuando se escribe tenemos que usar un altavoz que lleve más allá nuestras palabras para que otros puedan conocerlas. Cada palabra que sale de ti y se escribe debería llevar algo más que tú pequeña vidita. Hay quienes aman el whisky, los puentes, la filosofía; yo amo la ciudad desde donde escribo, por eso la menciono para terminar este texto. Tal vez solo de eso se trate escribir: de logra que quien nos lea se contagie de lo que vemos, de lo que leemos, de lo que sentimos mientras estamos escribiendo. 

Amputación final 

Leer y releer. En este punto se acaba el placer y la sangre con lágrimas vuelan por doquier. Y gritos y lamentos. Armados de un cuchillo carnicero, sanguinolento, tenemos que ir limpiando, puliendo el relato para que pueda ser leído a su propia medida, ya ni siquiera a la nuestra. Aquí debemos entender, aceptar y prepararnos para que sea el lector quien termine nuestro escrito. Por eso, no lo acabemos nosotros mismos. Dejemos las puertas abiertas. Que se multiplique la ambigüedad. No expliquemos nada. La técnica y su filosofía nos dice que cualquier otra palabra es una descuartización —incluso aunque esta palabra no exista—.

En cierto punto tenemos que adquirir el conocimiento exacto de cómo funciona todo esto. En cierto punto también tenemos que volvernos sabios. Escribir no es darle sin descanso a un relato infinito para averiguar de qué va. Escribir, en este caso, es construir una emoción. Debemos conjugar con coherencia la paciencia y la ansiedad de un veneno suave para confundir sus efectos. 

Quedan así dos aventuras insalvables a la hora de escribir un relato: primero terminar el relato como historia y después terminar el relato como un objeto natural y perfecto, algo parecido a una manzana o un cuchillo: su sola existencia no permite cambio o corrección. Estas dos aventuras van unidas en clave de dialéctica y retroalimentación. Su “eternidad“ depende de ese movimiento continuo para que una ola forme a la siguiente, y cada línea induzca de nuevo al deseo de leer la siguiente. Con este ritmo incesante puede encararse la escritura como una victoria para toda la vida, que es mejor que para toda la “eternidad’’.

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