Cada año, por enero, se reúnen en la Conferencia de Davos, Suiza, las élites políticas, financieras, empresariales y culturales del mundo entero. En realidad, es un show donde se dicen muchas cosas —algunas con bombos y platillos—, pero muy pocas se hacen realidad. Mejor, es un espectáculo como decir la Super Bowl o un fantástico desfile de moda de la Casa Chanel, o pasearse por la alfombra roja para recibir el Oscar. Algunos salen felices, y al día siguiente, todo se olvida.
Este año, como siempre, hablaron los principales jefes de estado de Europa. América, África y Asia. Para todos ellos fue una rutina más, porque lo único que se esperaba era la intervención de recién posesionado Donald Trump.
Los corazones saltaron emocionados cuando hizo su aparición Trump, vía telemática. El magnate, digo magnate porque Trump no es político, es un empresario para quien el dólar es su única religión. Su credo se basa en acumular dinero al más puro estilo americano, tipo Berverly ricos. Para él lo que cuenta es la transacción, el trueque, y quedarse con el mayor rendimiento posible. Es el típico vendedor de productos, tenaz y tozudo, para enriquecerse vendiendo humo.
El jueves habló Trump en Davos y todos los que lo escucharon quedaron con el rostro lívido. “Mi mensaje al mundo: o fabrican sus productos en América o tendrán que pagar aranceles”, dijo con voz tranquila y segura. El problema de este segundo mandato es que Trump ya sabe cómo y para qué es el poder y cómo manejarlo. No era ducho en ello en su primer período presidencial. Miremos las órdenes ejecutivas; cuando asumió en 2017 firmó una orden el primer día de su investidura, el lunes 20 enero firmó docenas. Lo hizo delante de una nube de periodistas, a los que dijo: “He aprendido mucho a lo largo del camino”
Por eso es tan difícil catalogar a Trump. Colgarle de la solapa la escarapela de populista, ¿mejor demagogo?, ni es un nacionalista tipo Sabino Arana, ¿heterodoxo?, no funciona. A lo mejor se entronca en el pensamiento del primer presidente populista de Estados Unidos, Andrew Jackson, quien pensaba que su papel era cumplir el destino de su país, que vela por la seguridad física y el bienestar económico del pueblo en su hogar nacional.
Trump quiere vender la idea de que la única nación que garantiza grandes beneficios y seguridad jurídica es su país. “Estados Unidos será el mejor lugar del mundo para hacer negocios. Mis amigos estadounidenses, que están en esta magnífica sala, pueden mostrar un nuevo espíritu de confianza”, dijo Trump en su videoconferencia en Davos, al más puro estilo demagógico.
Cuando Trump habla de ‘mis amigos’, se refiero a esos poderosos hombres de las grandes tecnológicas, como Google, Microsoft, Appel, Space X, Amazon, las grandes petroleras, que son enormes monopolios que quieren modelar el mundo según su pírrica concepción de la vida y la filosofía. Para ellos, siguiendo esos viejos parámetros oligopólicos, solo cuenta la acumulación de capital. La gente no les interesa. Solo que compren sus productos. Trump está ahí para garantizarle a ellos su prosperidad.
“Pronto nuestro país será más fuerte. Voy a reparar los desastres producidos por nuestros ineptos predecesores”, resonó en la sala de Davos la voz de Trump. En el fondo es un reconocimiento de la decadencia que arrastra Estados Unidos, reflejada en que su voz ya tiene varios contestatarios. Después de la Guerra Fría, la nación americana quiso erigirse como la única voz que dirigía el mundo. Pero la realpolitik se dirige a lo multipolar. Y esto es lo que Trump trata de negar y en empecinarse en que solo él tiene la última palabra.
Hay una verdad que se debe aceptar: los líderes políticos son una especie en peligro de extinción. Sí, Europa es uno de los mayores mercados del mundo, es un gigante económico; pero no hay un solo gobernante con peso específico, exhiben creciente mediocridad, no gobiernan, apenas están preocupados por usufructuar el poder. Trump, que es un hombre de acción, los ataca y los deja en ridículo, porque sabe que son incapaces de tomar decisiones. ¿Y Xi Jinping qué?
Al mundo le esperan cuatro años, en los que estará dedicado a ver cómo tose el autócrata y prepotente Donald Trump. Pero serán cuatro años menos de vida para todos los habitantes del planeta.
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