Desesperanza, la última violencia contra los indígenas de Colombia
Opinión

Desesperanza, la última violencia contra los indígenas de Colombia

Tras los estudios fuera de sus comunidades, los jóvenes indígenas deben regresar por falta de oportunidades, con una desazón en su identidad cultural que los condena anímicamente

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octubre 24, 2018
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Según estudios, en 2014 la tasa de mortalidad por suicidio fue de 3,94 por cada 100 000 habitantes, esto es 1878 casos a nivel nacional. Sin embargo, en lo que se refiere al índice correspondiente con la población indígena la información es escasa, debido a datos limitados sobre la tasa poblacional, así como sobre suicidios rurales, que no siempre son reportados. A pesar de lo anterior, las cifras oficiales indican que entre 2010 y 2014 se registraron 62 muertes por suicidio, de los cuales un 68 % se dio en indígenas entre los 15 y 24 años. A pesar de esto, la información presenta inconsistencias y datos contradictorios.

Así mismo, diversos estudios indican que los casos de suicidio en poblaciones ancestrales supera los índices nacionales. En este sentido, un informe de la ONU en 2009 señala que la tasa de suicidio en la población guaraní en Brasil estaba 19 veces por encima del promedio nacional, y señala índices de 500 por cada 100 000 habitantes en comunidades indígenas como la emberá en Colombia contra el 5,2 a nivel nacional.

Pero el asesinato de los pueblos indígenas tiene un contexto de siglos. Para los conquistadores españoles los indígenas carecían de alma, por ende, estaban lejos de Dios, lo cual quería decir que su vida dependía del capricho de los europeos y que, sobra decirlo, carecían de cualquier tipo de derechos. Como bien se sabe, los españoles, tenían en América dos misiones claras: por una parte, evangelizar paganos, y por otra, explotar tantos y variados recursos como fuera posible, para sostener la corona española y sus diversos frentes de batalla, algunos con sus vecinos franceses, otros internos.

Por tal motivo, sometieron a los indígenas a trabajos forzados, acompañados por brutales maltratos, lo que hizo que en menos de una década la población indígena del continente se viera diezmada, no solo por los abusos, sino también por las enfermedades.

Durante estos años oscuros, solo Fray Bartolomé de las Casas intentó que la corona replanteara su postura frente a los indígenas, que los reconociera como súbditos y como cristianos, es decir, que se les reconociera como seres humanos puesto que contaban con alma. Ese era el fondo de la discusión. Sin embargo, para cuando el asunto se zanjó, ya la población indígena había sido prácticamente exterminada. A los sobrevivientes se le condenó a la exclusión y cuando no, a labores domésticas. Perdieron sus territorios, fueron sumidos en la miseria, pero no claudicaron sus creencias, ni rindieron su lengua, último refugio de su cultura milenaria. Han resistido con un coraje silencioso y enraizado en sus ancestros las innumerables violencias del hombre blanco, algunas creadas desde la distancia por políticos de levita y sombrero de copa o traje y corbata, cuando no por sotanas.

En esa línea, surge la ley 89 de 1890, en la cual se establecía que el gobierno, de común acuerdo con la Iglesia, tenían potestad para decidir la forma en que los “salvajes” debían ser gobernados. Esta narrativa excluyente, que otorgaba a la población indígena el mismo estatus jurídico de un infante se sostenía en el sistema colonial de los resguardos. Si bien este sistema, durante la Colonia, tenía la finalidad de controlar a la población indígena, para así poderla explotar y segregar, posteriormente se transformó en la entidad legal que les daba sustento para reclamar territorios dentro del contexto de su lucha por obtener derechos. Esta lucha, que no podría ser denominada de otra manera, tuvo su día de triunfo con la constitución de 1991 en la que Colombia se reconoce como un país diverso, multiétnico y multicultural; sin embargo, la lucha continúa viva, aunque su fuerza decae, porque a las nuevas generaciones indígenas las está exterminando la desesperanza, que es la peor de las tristezas.

Pero más allá de las cifras, números que nada dicen de lo que se oculta tras ellos, las causas de la desesperanza hablan de la ferocidad de un modelo homogenizante en el que se le da prioridad a la acumulación de riqueza sobre el bienestar de la comunidad. Dicho modelo ha generado desplazamientos, extractivismo no sustentable, deforestación, minería de gran escala. Fenómenos que se dan debido a la complacencia histórica del Estado con las grandes multinacionales, lo que se manifiesta en reubicaciones de las comunidades indígenas a territorios que no les son culturalmente propios, la falta de presencia de sus representantes en las instancias políticas que toman decisiones jurídicas, así como la intervención de otras fuerzas, legales e ilegales con intereses económicos, políticos y sociales indiferentes a las necesidades de las comunidades indígenas.

Así entonces, los jóvenes indígenas, en esa edad crítica, se encuentran ante un panorama desolador: por una parte, crecen dentro de sus comunidades, dentro de su cultura ancestral, su lengua, sus creencias, pero al llegar a la adolescencia, deben trasladarse a un mundo completamente ajeno en los internados ubicados en las capitales de departamento para desarrollar sus estudios secundarios. En ese punto, se encuentran en una especie de limbo cultural, atrapados entre dos mundos opuestos, contradictorios, cuyas claves no son capaces de descifrar o conciliar. Si logran sobrellevar el duelo por la separación de su familia, la influencia del blanco, las burlas o agresiones por su aspecto, su lengua, sus creencias mientras dura su formación secundaria, al graduarse la situación no mejora.

 

El regreso, ya no son los mismos que cuando se fueron. Foto: Proimágenes

 

Se calcula que al año se gradúan cerca de 200 jóvenes indígenas de estas instituciones educativas, la mayoría de los cuales deberá regresar a sus comunidades ante la falta de oportunidades laborales o de desarrollo posterior en estas ciudades, plagadas de limitaciones. El regreso a sus comunidades, se plantea también como un nuevo desafío, pues ya no son los mismos que cuando se fueron. Ahora, se visten diferente, hablan otro idioma, tienen otras costumbres, comportamientos, hábitos, gustos. Se han occidentalizado, con lo que su identidad cultural se hace híbrida. Este quiebre, esta desazón en su identidad cultural, esta forma de violencia soterrada, sistemática, los condena anímicamente.

Los reportes indican que la mayoría de los suicidios se presentan cuando se encuentran en estado de embriaguez. Usan las cuerdas que sostienen sus hamacas y se dejan caer de rodillas, lo que indica que lo hacen a conciencia, con la voluntad que solo otorga no tener esperanza, un último gesto, una última protesta contra la indolencia y crueldad de una nación cada día más extraviada, más alejada de sí misma, sin sospechar que la clave de nuestra supervivencia radica en reconocernos todos, en saber que “nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, no hacerle mal en su persona aunque piense y diga diferente” como lo señala el artículo 12 de la Constitución Política de 1991 traducido al wayuunaiki.

 

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