De quién son los 2 conjuntos residenciales y sus 400 apartamentos abandonados en el occidente de Bogotá

De quién son los 2 conjuntos residenciales y sus 400 apartamentos abandonados en el occidente de Bogotá

El par de edificios son de la constructora Cusezar, pero los levantó sobre lo que iba a ser la Avenida El Cortijo, la comunidad se opuso y detuvo las obras

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abril 29, 2025
De quién son los 2 conjuntos residenciales y sus 400 apartamentos abandonados en el occidente de Bogotá

Por alguna razón que se repite en las ciudades latinoamericanas, hay lugares donde los sueños no se construyen: se simulan. Se les levantan muros, se les dibujan renders, se les ponen nombres italianos que evocan algo parecido al lujo o al Mediterráneo, se les plantan torres con balcones que nunca verán una sala amoblada, una fiesta de cumpleaños o un domingo de resaca. Bogotá, que siempre ha crecido con el desorden de quien no sabe si va o viene, tiene un rincón así, escondido en una frontera que no es campo ni ciudad, donde las vacas pastan sobre el concreto y los guardas de seguridad custodian el polvo.

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Allí, en la localidad de Engativá, justo donde el mapa marca un barrio llamado Bolivia, se trazaron dos sueños. Uno tenía nombre de casino: San Remo. El otro, de principado: Mónaco. Iban a ser conjuntos residenciales con gigantes edificios. Uno para quienes podían pagar casi 300 millones por un apartamento con terraza y barbecue. Otro para quienes apenas alcanzaban los 98 millones y la promesa de una vida mejor bajo el rótulo de “vivienda de interés social”. Pero ni los ricos ni los pobres llegaron a habitar sus metros cuadrados.

Los edificios, que nunca se terminaron, pertenecen a Cusezar, una de las constructoras más reconocidas del país. Allí quedaron: como promesa detenida, como esqueleto de una idea que jamás se convirtió en hogar. Más de 300 familias invirtieron en esos muros. Muchas vieron sus ahorros transformarse en rejas cerradas y vigilantes mudos. Otras recibieron su dinero de vuelta, años después, sin intereses, sin explicaciones suficientes. Algunas aún esperan.

La historia es antigua, aunque parezca reciente. En 1988 se aprobó un proyecto para urbanizar ese rincón de Bogotá. Diez años después, en 1997, se definió un plano: dónde irían los parques, las zonas verdes, y sobre todo, por dónde pasaría una autopista llamada avenida El Cortijo, diseñada para conectar la ciudad con la Avenida Longitudinal de Occidente. Como casi todas las avenidas prometidas en esta capital, esa tampoco se construyó.

Pasaron los años, las administraciones, los planes. En 2014, Cusezar vio en ese lote no una autopista sino una oportunidad: vendió departamentos. Mónaco tendría 48 apartamentos pequeños. San Remo, 384 unidades más grandes, distribuidas en tres torres con gimnasio, salón infantil y todo eso que sirve para imaginarse una vida plena entre el encierro. Se vendieron. Se firmaron promesas de compraventa. Se empezó a construir.

Y entonces llegó la realidad, que suele aparecer en forma de demanda. En 2016, un conjunto vecino interpuso una acción popular: los nuevos edificios se estaban levantando sobre suelo público. No en cualquier lugar, sino justo sobre el trazado de esa avenida que la ciudad, en algún momento, quiso tener. La vía El Cortijo. El espacio donde ahora había concreto, debía ser asfalto. Donde hubo excavadoras, debieron haber pasado ciclistas. Donde crecían los sueños, debía seguir existiendo un vacío urbanístico.

La lenta justicia le dio la razón a los vecinos. La Curaduría Urbana, que había autorizado la construcción, cometió un error. En 2020, el juzgado ordenó que en seis meses el predio debía ser entregado libre de construcciones. El Distrito debía recibirlo. La avenida debía avanzar. Pero claro: nada ocurrió.

Cusezar apeló. Alegó que el plano usado para declararlo espacio público no estaba vigente. Que con el nuevo Plan de Ordenamiento Territorial, ese terreno ya no servía como vía. Que el Distrito jamás lo compró, así que nadie tenía derecho a despojarlos. Aseguraron que cumplir la sentencia sería como aceptar un despojo sin compensación. Y mientras tanto, los edificios quedaron ahí. Callados. Huecos.

En 2023, el Tribunal Administrativo de Cundinamarca ratificó la orden judicial. En 2024, el Consejo de Estado se negó a revisar el caso. La orden quedó firme. Para abril de 2025, los seis meses que tenía la constructora para entregar el lote sin construcciones ya vencieron. Pero nadie sabe cómo obedecer una orden sin instrucciones: el fallo nunca dijo la palabra “demoler”.

Entonces, allí siguen. Las torres, como fantasmas de cemento en una ciudad que no termina de definirse. Los pasillos sin pasos. Las ventanas sin cortinas. Las porterías custodiadas por vigilantes que cuidan lo que no se habita. La caseta de un perro llamado Firulais, que vela por un silencio más largo que cualquier sentencia.

El terreno, eso sí, no está solo. Ahora lo pastan vacas. Cuerpos tibios que no entienden de sentencias, ni de planos, ni de normas de uso del suelo. Comen hierba entre torres sin alma. La naturaleza, como siempre, toma lo que la burocracia abandona.

Las entidades del Distrito se reparten el enredo. La Secretaría de Planeación hace visitas técnicas. La de Hábitat dice que la responsabilidad es de la Alcaldía Local de Engativá. Nadie decide si lo mejor es demoler o resignarse a tener un conjunto fantasma. Mientras tanto, los edificios se agrietan. Se filtran. Se pudren.

Y los compradores cuentan lo que significa soñar en vano. Algunos aún insisten en que todo esto era un buen proyecto, en una buena zona, y que la ciudad perdió más que ellos. Otros solo quieren olvidar. Quizá esa es la tragedia: ni los edificios existen como hogares, ni la avenida existe como vía. Lo único que existe es el vacío. El espacio donde alguna vez hubo futuro. O la ilusión de tenerlo.

El youtuber Kevin Bolaños estuvo en lugar y realizó este video:

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