De cómo una profesora ha hecho que en Bosa quieran La Urbanidad de Carreño

De cómo una profesora ha hecho que en Bosa quieran La Urbanidad de Carreño

Esta es la historia de Marisol, una joven a quien sus alumnos devoran lo que les pongan a leer

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agosto 13, 2014
De cómo una profesora ha hecho que en Bosa quieran La Urbanidad de Carreño

Universidad Central

Desde que conozco a Marisol, maestra en un colegio de Bosa donde experimenta con las metodologías más creativas para despertar el interés de los estudiantes de noveno grado por sus asignaturas, me enojo menos con los resultados desastrosos de las pruebas Pisa y de todas las mediciones de calidad de la educación pública en las que salimos rajados. Porque como ella habrá muchos otros maestros comprometidos con su magisterio, que ejercen con pasión y entusiasmo, a pesar de las limitaciones.

Antes, trabajó ocho años en un colegio oficial de Soacha, donde desarrolló un proyecto de radio y  televisión con los estudiantes para el cual consiguió capacitación con la Uniminuto y terminaron cubriendo todo tipo de eventos con una minicámara. Pero por esas decisiones administrativas absurdas a Marisol la bajaron a primaria y tuvo  que entregar  el proyecto, que murió sin doliente; sin duda, sus propuestas audaces de enseñanza empezaron a alterar el ritmo mediocre de los colegas, y salió en ondas y microondas volando.

Cuando llegó a Soacha, recién graduada, decidió sacar a esos niños del arroyo, mejor dicho, de esa loma, y empezó por contratar buses para llevarlos al centro de la ciudad, que la mayoría no conocía, donde hicieron una gira por los museos y recorrieron la Candelaria. Su filosofía se resume en que es posible hacer la diferencia con clases diferentes, por eso comenzó enseñando la historia de Colombia desde la pintura y puso a sus estudiantes a analizar las obras de Fernando Botero, Débora Arango y Beatriz González.

A sus 35 años está terminando una maestría de Historia en una prestigiosa universidad, con préstamo del Icetex y, obviamente, tiene que duplicar sus jornadas y asumir la deuda para conseguir un ascenso en el escalafón (que representa unos $100,000 mensuales).  Su tema, el rol pacifista y belicista que jugó la prensa en la Guerra de los Mil Días, surgió de una consulta con los estudiantes. A estos adolescentes, que no han conocido el país en paz, les dio curiosidad saber cómo se libraba una guerra cien años atrás. Incluso, en sus pinitos como investigadores, han transcrito textos con los discursos incendiarios de Rafael Uribe Uribe y los decretos de censura a la prensa de Miguel Antonio Caro, que les dejan más preguntas que cualquier libro de historia.

Con el fin de que hicieran inmersión en la cotidianidad de la guerra, Marisol los puso a leer una novela de José Antonio Osorio Lizarazo (Premio Esso de Novela 1963), El camino de la sombra, que transcurre en la Bogotá de comienzos de siglo, donde retrata a la que quizá es la criatura más contrahecha, sufrida y victimizada de la literatura colombiana: Matilde. Como entre muchos vejámenes, esta infeliz es violada por una tropa de soldados, los comentarios de los chicos en clase pasaron de la exaltación a la furia y, claro, a la procacidad porque como sentenciaron: “¡Eso era tener mucha hambre!” Reacciones naturales entre quienes nunca habían leído una escena al estilo naturalista del escritor bogotano. Con satisfacción, Marisol vio que se leyeron el libro completo –del que sacaron fotocopias para todos, a $7,000–; unos se demoraron más que otros porque era su primera experiencia de lectura. En varios casos,  las familias terminaron leyendo el libro al ver a sus hijos tan embebidos a palo seco. Lina Reyes le contó muy orgullosa a la profe que su mamá, por primera vez le llevó las onces al cuarto para que leyera tranquila; a otro chico le perdonaron los mandados.

Para no perder el impulso, les puso a leer una segunda novela de la violencia de los años 50, Viento seco de Daniel Caicedo, cuyas fotocopias costaron $ 4.000. La idea es continuar con un plan de novelas para enseñarles  historia por la vía intravenosa de la literatura. Y en los últimos meses ha visto complacida a las niñas más entretenidas leyendo que peinándose porque “ahora tienen algo más que piojos y moñas en la cabeza”, como dice ella sin adornos. El plan es realizar el primer foro de novela histórica en el colegio, en octubre próximo, y ese evento seguramente hará historia en las vidas de los alumnos.

Pero Marisol, inquieta pedagoga a quien sus compañeras le temen cada que llega con una idea nueva, advirtió que esa conciencia y sensibilidad adquiridas reñían con la patanería, el “jetabulario”, los pésimos modales y las modas estrafalarias de sus pupilos. Entonces se propuso revivir la Urbanidad de Manuel Antonio Carreño, el clásico autor venezolano que publicó por primera vez este manual de buenas maneras a mediados del siglo XIX. Y empezó a inculcarles a medio centenar de adolescentes las normas que en la mayoría de sus familias desconocían. Lo primero era saludar correctamente a la profesora poniéndose de pie; lo segundo, sentarse sin acostarse en las sillas (las niñas cerrando las piernas); lo tercero, evitar las palabrotas, y así, una seguidilla de normas inculcadas con amor y humor con el propósito de quitarles lo “ñero”.  Ahora los chicos se comportan como caballeros y hasta hacen la venia cuando saludan a las damas y esperan a que ellas entren primero al salón. Con el neomanual le rebajaron el calibre a las groserías y matonean menos, aunque todavía no entienden muy bien porqué el autor insiste en la necesidad de bañarse, peinarse y cortarse las uñas.

Sospecho que la resurrección de Carreño tuvo que ver con una visita que hizo el grupo de la profe Marisol el año pasado al colegio campestre Tilatá, de la que salieron muy “choqueados”.  Los invitaron a un encuentro de la SIMONU (Simulación de la Organización de las Naciones Unidas), donde los niños juegan  a ser delegados y a debatir sobre  temas de coyuntura en competencia retórica. Por primera vez los colegios privados invitaron a uno público, en el mejor ánimo de inclusión social, pero si bien los niños de Bosa interactuaron fluidamente con los anfitriones,  percibieron por parte de los colegios religiosos la discriminación con comentarios alusivos a los “pobrecitos del sur”, que vivían en casas de interés social.  “Y eso que el uniforme de mis chicos no se ve tan distrital”, aclaró entonces Marisol indignada. Eso sí, quedaron boquiabiertos con ese colegio que tenía quebrada, caballos y variedad de canchas donde les ofrecieron pizza y gaseosa de onces.

A raíz de ese evento, y porque siempre ha estado convencida de que las barreras sociales se superan con bagaje cultural, decidió civilizar a sus estudiantes y echó mano del devaluado Carreño sin saber que para sus ‘chiquis’, ella, Marisol Carreño, era la autora del manual.

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