—Oye, mi papá también toca la guitarra, creo que hace mucho tiempo. La guitarra ya está vieja, es sucia y muy fea, pero él la quiere mucho, yo no sé tocar, me da pereza.
—¿Está tan fea la guitarra?
—Sí, mucho. Toda acabada y sucia, no se quiere comprar otra.
—Seguro la debe querer mucho.
Esa noche me hospedé en la casa de Campa, su casa estaba recién construida y se encontraba al filo de la montaña. Desde un peldaño natural al borde de un barranco se podía contemplar todo el caserío. Esa imponencia ancestral de la serranía de Abibe.
—La Serranía sabe muchas cosas— me dijo en tono nostálgico el antiguo guerrero, mientras me servía un tinto hirviendo en un diminuto pocillo de porcelana.
Nunca me había hospedado en su casa, siempre me quedaba donde el comandante, pero esa tarde le había llegado una visita familiar. De Campa solo había escuchado algo, sabía que le gustaba tocar guitarra. Gran parte de su vida transcurrió en armas, empuñando un fusil con la fuerza arrojadora de un ideal, tan convencido de la revolución como de su amor por la música.
—¿Y dónde está la guitarra?
—Ah, la Sobreviviente. Hace días no la toco, me han estado doliendo harto los dedos.
Eché un vistazo a sus dedos, grandes y gruesos.
—Espera voy por ella, ya vuelvo.
Al regresar, pude contemplar la guitarra. Con un mástil desgastado y las clavijas roídas. Su ajada madera combinaba varias tonalidades, un verde intenso destacaba con fuerza. La observé detenidamente, sí, era muy fea, pero no sé por qué entre el puente y la boca creí percibir el eco de una serranía que sabe muchas cosas.
—Mira, esta guitarra me acompañó por muchos años, ni recuerdo cuántos— me explicó un rejuvenecido Campa con una media sonrisa.
— Con ella anduve por muchos lugares, le escribí varias canciones al comandante, a la revolución y a la paz, le tengo gran cariño porque sobrevivió a varios bombarderos, corrió mejor suerte que muchos camaradas, que ni alcanzaban a respirar y ya estaban despedazados, por eso, le puse la Sobreviviente. Muchas veces me pidieron que la dejara, que no podía tenerla en la dotación, que no la tocara porque podía alertar al enemigo. A veces, solo la podía tocar cuando llovía. Fue cuando llegamos a la zona de desarme allá en Gallo que la pude tocar sin problema. No paraba, desde la mañana hasta la noche. Todos los días— agregó.
Esa noche no cantó.
Al llegar la mañana después de un largo viaje al fin de la noche, el ruido del niño lavando a baldados un improvisado chiquero me despertó. Dormí poco, la humedad de la madrugada me invadió los pulmones como si fuera lodo en el aire. Pasé esa noche en vela y pensé mucho en el amor de Campa por su guitarra. Algo de poético y revelador percibía en la sobreviviente.
Mientras desayunada tilapia con chocolate reparé que no me había percatado de que el niño se parecía muchísimo a su padre, casi como si fuera su versión artesanal en miniatura. Tenía entendido que el niño fue reubicado al nacer, con familiares cercanos en una zona apartada de la Serranía, recién se estaban reencontrando y conociendo. Ya ese día salía de la zona y quería escuchar a Campa tocar la sobreviviente, se lo pedí y él me respondió con una mirada cargada de genuina satisfacción.
—¡Claro que sí!, antes ayúdame hombre para encontrarle unas partes en Medellín, yo le pago.
—De una, no hay lío. Apenas llegue a la ciudad me pongo en esas.
—Listo, ¡niño!, tráigame la guitarra que está allá en el cajón cerca de la cama.
Al instante llegó el niño con la Sobreviviente, esa guitarra que le parecía fea y sucia, pero ese era su secreto, no se atrevía a decírselo a su padre porque en medio de su eternidad infantil comprendía su amor.
—Vea, le voy a cantar una que escribí hace tanticos años, por allá por Apartadó, estaba el niño recién nació y ya se lo iban a llevar.
Y Campa cantó. Rasgó las cuerdas despertando la memoria de la Serranía, cerró los ojos con fuerza y alzó la cabeza al cielo. Su canción relataba la historia de un hombre condenado, anhelante del nacimiento, pero que bien entendía que debía seguir en la lucha, hasta el último momento. Su hijo tendría que sentirse orgulloso de ser estirpe de una dignidad guerrera. Su hijo no tendría que estar condenado a seguir sus pasos.
Escuché detenidamente la canción y vi que el niño parecía desinteresado, con el tedio de quien ya ha visto lo mismo muchas veces.
—No olvide pues colaborarme con las partes, yo veré, yo veré — me dijo un emocionado Campa al terminar.
—Va pa esa.
Al salir de la casa el niño me acompañó hasta el portón. Le obsequié otro kit escolar y unos cuantos juguetes lúdicos que me habían sobrado de la última entrega de donaciones, le di las gracias por encontrarme hospedaje y nuevamente le pregunté por la guitarra.
—Ya la vio, ¿cierto que es bien fea?
Sea este un texto para rescatar la dimensión humana del proceso de paz. Sus virtudes cotidianas. Decir basta al genocidio de exguerrilleros.