Hay risas que sanan y hay risas que enferman.
Vivimos tiempos extraños, donde el teatro —ese espacio de encuentro humano— se transforma en trinchera de odio.
Se aplaude al bufón que no hace reír con inteligencia, sino con crueldad, se le paga para que se burle, para que destruya. Lo celebran cuando escupe sobre la intimidad de otros. Y salen diciendo que fue “catártico”, “valiente”, “liberador”.
¿Pero liberador de qué? ¿De qué se están liberando cuando aplauden la humillación ajena? ¿Qué revela en esa alegría repentina ante el dolor de otro?
Se burlan para no pensar. Para no mirar hacia adentro. Pero toda risa tiene un origen, y algunas nacen de lugares oscuros: de la envidia, del resentimiento, del morbo. Se creen espectadores, pero son parte del acto. Y mientras más se consume, más se legitima, más se reproduce, más enferma.
No es solo el payaso el que está deforme. Lo estamos todos, cuando el desprecio se vuelve entretenimiento. ¿De quién hablo? De Daniel Samper Ospina quien no satiriza al sistema: lo representa; no incomoda al statu quo: lo refuerza.
Y cuando el arte se vuelve campo de tiro, para desprestigiar, calumniar y ventilar la vida íntima de las personas víctimas de su enfermedad del odio, el problema no es solo del bufón que dispara, es de todos los que aplauden.
No se trata de defender a Petro como persona, sino de defender el respeto por la política, por la diferencia, por lo humano, porque cuando el desprecio se vuelve entretenimiento, la enfermedad no está en el escenario. Está en la platea. Y esa enfermedad se llama -odio compartido-.
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